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Los artistas plásticos tienen a su disposición una cantidad nada desdeñable de posibilidades para llevar a cabo residencias artísticas pagadas (en forma de beca u otras) trabajando en su obra en países extranjeros. Uno de los lugares que ofrece esa posibilidad es la Academia de España en Roma que, además, es uno de los pocos que aloja también escritores. Bruno Mesa (Santa Cruz de Tenerife, 1975) estuvo allí sumándose a una lista que va siendo ya más o menos larga (y en la que están Mercedes Cebrián, Javier Rodríguez Marcos, Xuan Bello, Guadalupe Grande…) y publica ahora No guardes nada en tus bolsillos (Impronta) diario de aquellos días romanos.
La experiencia (quien lo probó lo sabe) es única. No sólo por la propia historia de la Academia (mucho ha llovido desde que Valle-Inclán, que fue director, escribiera cartas quejándose de que las ventanas no tenían cristales o de que si le visitaban más de dos personas tenía que sentarlas en el suelo, por falta de sillas) sino también por la convivencia con artistas de distintas especialidades, el intercambio con las otras academias (muchos países tienen una institución equivalente en la capital italiana, de Hungría a Finlandia pasando por Francia o Estados Unidos) y, sobre todo, claro, por la posibilidad de pasar unos meses en Roma dedicado al dolce far niente de escribir versos, pasearse y, cuando toca, enamorarse.
Pero ¿qué escribir de Roma? ¿Qué añadir a todo lo que ya se ha escrito? En nuestro tiempo los libros de viajes han perdido su función principal, dar a conocer lugares que el lector ignora. Tal vez no todo el mundo se haya pasado un fin de semana en Roma -aunque muchísima gente lo habrá hecho ya a estas alturas- pero ¿quién no está harto de ver imágenes de todos sus monumentos, reportajes sobre sus rincones “secretos”, gentes comiéndoselo todo y explicando que todo sabe a pollo? Bruno Mesa opta por la única opción viable. Aunque cae en algunos tópicos evitables que poco añaden (la gestualidad de los italianos, por ejemplo…) contar su experiencia en forma de diario evita mediaciones amables como, por ejemplo, se refiere al director de la Academia en la altura del siguiente modo: “El actual director, Enrique Panés, es un señor modoso e insustancial, una de esas personas cuya educación diplomática ha terminado por destruir cualquier posibilidad de mantener una conversación sin ceremonia, despeinada y viva”. Vuelve a referirse a él más adelante; no de un modo más amable. No es mucho más afectuoso, en general, el tono empleado con la ciudad; si algo nuevo ofrece Mesa es su relato de las incomodidades de vivir en una Roma que, por otro lado, claro, no oculta su fascinación.
Bruno Mesa, que es, sobre todo, poeta, incluye algunos de los poemas escritos en Roma en su nuevo libro de poemas, Testigos de cargo (Pre-Textos). Dice así el que abre el volumen:
No hace falta que entres en los museos:
también en el plato diario están las ruinas,
los césares descabezados, las tiaras
mezcladas con cenizas de herejes,
milenios disolviéndose en el café, togas sin brillo,
filosofías muertas que ahora atraviesa ese cuchillo,
estratos del hojaldre que desmenuza un arqueólogo,
un destello de Bizancio en la curva de la taza,
basílicas en el mostrador y un camarero, joven sacerdote,
que sirve para todos un evangelio apresurado.
Y si caminamos aún erguidos
es por ver cómo caen esas columnas, por untar
la sangre que sabe a mermelada,
certezas tan antiguas
que la tierra recibe con el honor de la putrefacción.
Son así los poemas de Bruno Mesa, a menudo el cruce de una anécdota y un aforismo, una desengañada reflexión versificada. Todo suena un poco a ya leído y sin embargo acierta a menudo con la imagen justa que salva la página, que nos convence de que no, de que estamos de veras ante algo nuevo o, al menos, renovado.
Un tercer libro ha llegado en estas semanas a las mesas de novedades de las librerías con la firma de Bruno Mesa; se trata de la traducción del libro El diario de Kaspar Hauser (Ediciones La Palma) del poeta italiano Paolo Febbraro (Roma, 1965). Febbraro toma como pretexto al niño de ese nombre que apareció en Nuremberg en 1828 asalvajado, como si hubiera vivido toda su vida en aislamiento, y sobre el que circularon toda clase de teorías relativas a su origen, que estaría en alguna familia que se había deshecho de él como parte de sus enredos dinásticos, sustituyéndolo por otro recién nacido moribundo. Una de esas teorías apunta a que era hijo ilegítimo de Napoleón Bonaparte. Lo que hace Febbraro es, recurriendo a la técnica del manuscrito encontrado, ofrecernos los poemas que supuestamente habría escrito Kaspar Hauser siendo niño. El libro es un ejercicio sobre la sencillez de la mirada de ese niño sin muchas luces y poco “civilizado”, que recuerda, no se sabe muy bien si intencionadamente, en muchos momentos, a los clásicos del zen.