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No sé qué etiqueta usarán los críticos del futuro imperfecto para referirse a la poesía que llevan unos quinquenios escribiendo poetas como Vicente Gallego (Valencia, 1963), cuya última entrega, Ser el canto (Visor) llegó a las librerías poco antes que la antología de su obra Cantó un pájaro (Fondo de Cultura Económica) y que Corteza de abedul (Tusquets) del gaditano pero naturalizado valenciano Antonio Cabrera (1958), nombres a los que habría que añadir al también valenciano Carlos Marzal (la segunda parte de su obra) o al fallecido Miguel Ángel Velasco. Es la poesía de estos autores eminentemente celebratoria, pues aunque a veces busque el envés oscuro de lo observado, incluso en ese caso el envés es celebrado como momento único digno de reflexión y maestro de la lección que el poema desvela o planta ante los ojos como una pregunta.
¿Nueva mística, poesía filosófica, celebratoria...? Las etiquetas a menudo tienen poco que ver con aquello que etiquetan. Raimon Panikkar es autor de un neologismo que puede ser de cierta utilidad para hablar de esta poesía: tempiternidad. Afirma Panikkar que “la realidad no se agota en la temporalidad, no es ahora temporal y después eterna, sino tempiterna, todo en uno”. Panikkar afirma la necesidad de no olvidar el envés eterno o permanente de la realidad, pero, a la vez, también subraya la necesidad de ese otro envés temporal, en una ecuación que tiene mucho que ver con la duración bergsoniana que tan importante fue para buena parte de los mejores poetas europeos del siglo pasado.
Y el mayor riesgo de estos poetas es pasar directamente a esa pretensión de eternidad renunciando a la temporalidad; y el peligro de ese riesgo es caer en la nadería. Vicente Gallego titula su último libro Ser el canto, como si uno pudiera renunciar a que su canto tenga un motivo y hacer, como quería el trovador, un verso de pura nada. Dice así el “Canto VIII” de su libro:
Esta es la cena a oscuras de encontrarnos
con la luz de una miga, y dar con todo
cuanto era necesario, cuanto había
aquí que dar con ello cada cual.
Dichosos los llamados a esta cena
en que nada se tiene, en que se ve
que no se tiene nada,
y así, tan desprovistos, tan a salvo
de todo merecer, ya puesta aparte
la cuchara sopera de doblar la ración,
caen servidos los platos
como de mano amable. Está lloviendo
a cántaros salud.
El de Vicente Gallego es tal vez el más natural de los talentos poéticos de la poesía española contemporánea, y él puede darse el lujo de ser apenas canto, pues su celebración de la mera existencia está transida de una luz trascendente que, siendo de allá, consigue convencernos de su acá, de que somos merecedores de ella y justos aspirantes.
Sería injusto considerar a Antonio Cabrera mero epígono de esta línea, pues su poesía tiene calidad y personalidad propias; y, sin embargo, el parentesco es evidente. Cabrera parece hacer suyo aquel adagio de Hugo Von Hofmannsthal: “Si yo tuviera la certeza de cómo esta hoja se desprendió de su ramo / me callaría secretamente por toda la eternidad, pues ya sabría lo suficiente”. Si Gallego es canto de una luz de miga, Cabrera dedica igualmente su canto a las cosas sólo en apariencia nimias: esa corteza de abedul del título o unos albaricoques que son una pequeña naturaleza muerta en “Estudio de albaricoques en un plato”:
Vuelco en la loza blanca
un puñado de rojo
y amarillo de junio.
El mundo actúa
contra mi expectativa:
en los colores falta
lo desvaído que supuse.
Fruta, tierna verdad,
verdad abrupta,
con qué silencio cae
sobre ti
esta exigente afirmación,
la luz del día.
Una poesía, pues, contemplativa y meditativa, cuyo mayor riesgo es, pese a su intención, caer en el aburrimiento por la repetición de esas palabras que son tan poéticas a priori que acaban por resultar antipoéticas (la insistencia en la luz, el silencio, la verdad, la vigilia, etc...) y que sin cuidado pueden ser, más que una invitación al autoconocimiento, una sucesión de amodorradas naderías. Lo evita casi siempre Vicente Gallego y lo evita Cabrera en sus poemas mejores, que son, y no es poco, un recordatorio de que la poesía está, sobre todo, en el detalle. Pero no sólo.