Rima interna por Martín López-Vega

Siete poemas de Gemma Gorga

27 marzo, 2017 10:57

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Gemma Gorga[/caption] Ya comenté en esta bitácora Mur (Meteora), el último libro de poemas de Gemma Gorga (Barcelona, 1968) hasta la fecha, uno de los libros de poemas más redondos publicados en la Península en los últimos años. Dejo ahora aquí mi traducción de algunos poemas de un libro esencial sobre la memoria, la herencia del silencio, el espacio femenino, el desamparo cotidiano.   EL SENTIDO DEL CRECIMIENTO Flores y sombreros y uñas y puertas crecen hacia afuera. Si alguna vez crecen hacia adentro es perforando el túnel terroso del dolor. Un dolor que conocen cuevas y raíces y orejas y mujeres, que han aprendido a crecer hacia adentro.   CLAUSURA Estoy encerrada en la cuna, no sé cuántos años tengo. Estoy encerrada en este despacho, no sé qué hora es. Encerrada en un somnífero, ya sin preguntas. Encerrada en un nombre propio -¿quién me invoca, quién me convoca?-. Encerrada en un planeta invisible a la lente del telescopio. Encerrada en un árbol genealógico, las raíces podridas por un exceso de agua en los ojos. Encerrada en las cuarenta y cinco velas del pastel. Encerrada en un saco, el oxígeno siempre insuficiente, escaso como las respuestas con sentido. Encerrada en una caja de zapatos -de cuando en cuando, una mano piadosa deja caer cuatro hojas de morera para hacerme feliz-. Encerrada en mi propio encierro, en las piedras con las que levanto la sombra del muro, en la boca y la saliva que no doy, en esta voz que rueda paladar adentro, menguando sin prisa, concentrada, concéntrica, constante. Como un universo en regresión.   ESCONDITE No sé cuánto tiempo llevo escondida en el ojo ciego de la escalera. Se han cubierto las horas de una telilla irisada y triste como el plato de cocido que me esperaba en la mesa. La abuela ha dejado de llamarme y todos comienzan a cenar sin mí. Algunas noches, las cucharas se detienen un instante en el aire, como si hubieran perdido un recuerdo que les fuera necesario, pero enseguida recobran el movimiento y solícitas esparcen calidez y olvido a partes iguales. Como un cetáceo cansado de vivir también la escalera cerrará un día su inmenso ojo azulado y ya no estaré a tiempo de entrar en el comedor riendo y gritando que no era más que un juego.   POÉTICA DEL FRAGMENTO Al volver del mercado hay que limpiar los boquerones, o sea arrancarles la cabeza y las tripas, retirar los hilillos todavía pegajosos de vida, la espina central que se desprende con un leve murmullo de cremallera nueva, después lavarlos, purificarlos bajo el agua del grifo (también la muerte requiere su bautismo), asegurarse de que no queda ningún ojo emboscado en la ceguera húmeda de los dedos, finalmente sumergirlos en vinagre, esperar que la carne se emblanquezca curtiéndose en ácido, hacia adentro. Hace ya horas que yacen bajo la luz planetaria de la pimienta y el aceite. Y el olor que no quiere irse, como si escondiera pequeñas bolsas de memoria fósil entre los pliegues que forman aire y materia. Segura de que nadie me ve me huelo el dorso de las manos -queda siempre un vestigio de mar en el vientre de los peces- y sé que son las tuyas.   TEMPERATURAS Medio refunfuñando lo decía siempre la abuela: en la cocina no puedes distraerte. La leche se derramará cuando estés de espaldas trajinando distraída cualquier otra cosa, subirá la memoria al rescoldo de los fogones y la espuma inundará la plazoleta de los tilos donde en verano las niñas jugábamos a la rayuela y caíamos en casillas clandestinas de chocolate caliente y cosquillas. Con la tristeza de los ojos también los gestos se heredan: exhalo con suavidad, levanto el pote del quemador y espero que la espuma exhale, calle, caiga nuevamente en la amnesia cerrada del blanco.   EMBRIÓN Toda la mañana deshuesando albaricoques para hacer mermelada. Toda la mañana abriéndolos para extraerles el óvulo inflado y tibio que les crece pulpa adentro: desbandada de albaricoques mudos y destripados sobre la encimera aséptica de la cocina. Como si fuese la enfermera en jefe, la abuela lleva a ebullición el perol con dos dedos de agua azucarada. La niña entra corriendo y se lleva lo que nadie quiere. Bajo la advocación blanca de la murta, frota la madera del hueso contra los grumos lascivos del muro. Y se escucha un silbido lánguido subir del fondo del embrión nonato, subir tarde arriba, sangre arriba, duda arriba -años por venir, años por desvenir.   QUIÉN ERA Tenía un crucifijo en la cabecera de la cama, y no era creyente. Una maleta destartalada en un rincón de la alcoba, y nunca cruzó una frontera. El bolsillo del delantal lleno de caramelos, y no era golosa. Un pintalabios a juego con el tono lavanda de su piel y dos blusas de cachemira, pero jamás abandonó la órbita inclinada y lentísima del luto. Todas estas cosas tenía. Quién era. Si supiera buscarla en lo que no tenía.  

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