Rima interna por Martín López-Vega

Siete poemas de Carlos Drummond de Andrade

26 junio, 2017 10:41

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Carlos Drummond de Andrade[/caption] Carlos Drummond de Andrade (Itabira, Minas Gerais, 1902-Rio de Janeiro, 1987) es considerado de forma casi unánime el poeta brasileño más importante del siglo XX, cabeza visible de la segunda generación del Modernismo de aquel país. Impulsó definitivamente el uso del verso libre y los temas provenientes de la cotidianidad y la biografía. He aquí siete de sus poemas más celebrados, espigados de entre una obra completa casi inabarcable: más de 1500 apretadas páginas en las que no falta la vanguardia ni el poema de ocasión, lo pornográfico ni lo político.   En medio del camino  En medio del camino había una piedra había una piedra en medio del camino había una piedra en medio del camino había una piedra. Nunca me olvidaré de ese acontecimiento en la vida de mis retinas tan fatigadas. Nunca me olvidaré de que en medio del camino había una piedra había una piedra en medio del camino en medio del camino había una piedra.   Papá Noel al revés  Papá Noel entró por la puerta del fondo (en Brasil las chimeneas no son practicables) entró cauteloso que ni marido después de la juerga. A tientas en la oscuridad pulsó el interruptor y la electricidad golpeó las cosas resignadas, cosas que seguían cosas en el misterio de la Navidad. Papá Noel exploró la cocina con ojos astutos, encontró un queso y se lo comió. Después sacó del bolsillo un cigarro que no quiso encender. Tuvo miedo tal vez de prender fuego a la barba postiza (en Brasil todos los papanoeles tienen la cara afeitada) y avanzó por el pasillo blanco de luz de luna. Aquel cuarto es el de los niños. Papá entró convencido. Los niños dormían soñando con otras navidades mucho más hermosas pero sus zapatos estaban llenos de juguetes soldados mujeres elefantes barcos y un presidente de república de celuloide. Papá Noel se agachó y recogió todo aquello en el interminable pañuelo de yerbas rojo. Cerró el fardo e hizo un nudo, pero lo apretó tanto que allí dentro mujeres elefantes soldados presidente peleaban por causa de la aglomeración. Los pequeños seguían durmiendo. A lo lejos un gallo comunicó el nacimiento de Cristo. Papá Noel volvió silenciosamente a la cocina, apagó la luz, salió por la puerta del fondo. En el huerto, la luz de luna de Navidad bendecía las legumbres.   Girasol Aquel girasol en el jardín público de Palmira. Ibas en coche hacia Juiz de Fora; te habías quedado sin gasolina; había una peluquería; un fotógrafo; una iglesia; un niño parado; había también (entre varios) un girasol. La muchacha pasó. Entre sus senos y el girasol tus ganas quedaron en suspenso. Ganas muchachas de volar, de amar, de ser feliz, de viajar, de casarse, de tener muchos hijos; ganas de hacerse una foto con aquella muchacha, de practicar lujurias, de ser infeliz y rezar; muchas ganas; la muchacha ni lo sospechó... Entró por la puerta de la iglesia, salió por la puerta de los sueños. El girasol, estúpido, siguió funcionando.   Congreso internacional del miedo  Provisionalmente no cantaremos al amor, que se ha refugiado más abajo de los subterráneos. Cantaremos al miedo, que esteriliza los abrazos, no cantaremos al odio porque ese no existe, existe tan sólo el miedo, nuestro padre y nuestro compañero, el miedo enorme de las regiones agrestes, de los mares, de los desiertos, el miedo de los soldados, el miedo de las madres, el miedo de las iglesias, cantaremos el miedo de los dictadores, el miedo de los demócratas, cantaremos el miedo de la muerte y el miedo de después de la muerte, después nos moriremos de miedo y sobre nuestas tumbas nacerán flores amarillas y miedosas.   Privilegio del mar  En esta terraza mediocremente confortable, bebemos cerveza y contemplamos el mar. Sabemos que nada nos ocurrirá. El edificio es sólido y el mundo también. Sabemos que cada edificio abriga mil cuerpos que trabajan en mil compartimentos iguales. A veces, algunos se insertan fatigados en el ascensor y vienen aquí arriba a respirar la brisa del océano, lo cual es privilegio de los edificios. El mundo es realmente de cemento armado. Ciertamente, si hubiera un crucero loco, fondeado en la bahía frente a la ciudad, la vida sería incierta... improbable... Pero en las aguas tranquilas sólo hay marineros fieles. ¡Qué cordial es la escuadra! Podemos beber honradamente nuestra cerveza.   Elegía 1938 Trabajas sin alegría para un mundo caduco, donde las formas y las acciones no encierran ejemplo alguno. Practicas laboriosamente lso gestos universales, sientes calor y frío, falta de dinero, hambre y deseo sexual. Héroes llenan los parques de la ciudad por la que te arrastras, y preconizan la virtud, la renuncia, la sangre fría, la concepción. De noche, si hay neblina, abren paraguas de bronce o se recogen a los volúmenes de siniestras bibliotecas. Amas la noche por el poder de aniquilamiento que encierra y sabes que, durmiendo, los problemas te dispensan de morir. Pero el terrible despertar prueba la existencia de la Máquina Enorme y vuelve a reponerte, minúsculo, frente a indescifrables palmeras. Caminas entre muertos y con ellos conversas sobre cosas del tiempo futuro y asuntos del espíritu. La literatura estropeó tus mejores horas de amor. Al teléfono perdiste mucho, muchísimo tiempo de sembrar. Corazón orgulloso, tienes prisa por confesar tu derrota y aplazar para otro siglo la felicidad colectiva. Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo y la injusta distribución porque no puedes, tú solo, dinamitar la isla de Manhattan.   Pistas Tal vez una sensibilidad mayor al frío, deseos de volver antes a casa. Cierta demora en abrir el paquete de libros esperado, que ha traído el cartero. Indecisión: ¿voy al cine o no? De los tres empleos de tu noche no escogerás ninguno. Quizás cierta mirada, más seria, no ardiente, que posas sobre los objetos, y ellos la entienden. O al menos supones que es así. Son fieles, los objetos de tu despacho. La pluma roja. Te niegas a cambiarla por esa que guarda el último secreto químico, la tinta inmortal. Ciertas manchas en la mesa que no sabes si el tiempo, la madera o el polvo trajeron consigo. La conoces bien, tu mesa. Cartas, artículos, poemas salieron de ella, de ti. De la dura sustancia, de la calma, de la selva abandonada llegaron las palabras que encontraste y juntaste, para repartirlas. La mano acaricia la aspereza. El barniz que se fue. No. Es el árbol que regresa. El camino que se vuelve. Minas que acecha y espera, largamente espera tu regreso sordo. La mesa se vuelve leve, y en ella viajas por aires de paciencia, acuerdo, resignación. Mirad la mesa que huye, no la toquéis. Es la mesa voladora, de sus cajones saltan papeles oscuros, por fin los secretos liberados sobre la tierra metálica se esparcen, se amortajan y se callan. De nuevo aquí, menudo territorio civil, sin sueños. Como presintiendo que un día se vacían los cuartos, se limpian las paredes, se detiene un camión y descienden los porteadores y en el libro municipal se cancela un registro, miras hondamente el borde de cada cosa, el color de cada lado de los objetos familiares. La familia es pues un orden de muebles, suma de líneas, volúmenes, superficies. Y son puertas, llaves, platos, camas, paquetes olvidados, también un pasillo, y el espacio entre el armario y la pared donde se deposita cierta porción de silencio, polillas y polvo que de tarde en tarde se retira… e insiste. Desde luego faltan muchas explicaciones, sería difícil comprender, incluso al cabo de mucho tiempo, por qué un gesto se abrió, otro se frustró, tantos se esbozaron, como sería imposible guardar todas las voces oídas a la hora de comer, en la cena, en la pausa de la noche, un año, y después otro, y otros y aún otros, todas las voces oídas en la casa durante quince años. Mientras tanto, deben de estar en alguna parte: se acumularon, consumieron peldaños, invadieron tuberías, llenaron viejos papeles, perdieron la fuerza, el calor, existen hoy en subterráneos, unas en la memoria, otras en la arcilla del sueño. ¿Cómo saberlo? Al principio parece desierto, como si nada quedase, y un río corriera por tu casa, absorbiéndolo todo. Las sábanas amarillean, las corbatas se desgastan, la barba crece, cae, los dientes caen, los brazos caen, caen partículas de comida de un tenedor dubitativo, las cosas caen, caen, caen, y el cielo está limpio, pulcro. Las personas se acuestan, son transportadas, desaparecen, y todo está pulcro, salvo tu rostro inclinado sobre la mesa; y del todo inmóvil.    

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