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Lorenzo Oliván[/caption]

 

Paralela a la exitosa moda de la poesía breve y facilona (cuyo éxito no puede dejar de sorprendernos; se me ocurre el equivalente pastelero de un mundo que prefiriera, a un buen dulce, meterse azúcar en vena sin más ni m´... ah, ahora entiendo...) se ha extendido otra moda, aparentemente más prestigiosa y cultivada tanto por poetas “serios” como por esos que escriben los poemas que cuando yo tenía ocho años las almas sensibles y/o humorosas escribían en sus carpetas: el aforismo. ¿Qué aforismos son estos que tanto abundan ahora, a los que se dedican colecciones exclusivas –Renacimiento, La Isla de Siltolá, Trea...- y que hace parecer de pronto que todo el mundo era un Jules Renard escondido? Pues la verdad es que hay de todo. Como primera muestra nos fijamos en Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy (Renacimiento), donde Manuel Neila, aforista y teórico del aforismo, ha antologado la obra hiperbreve de autoras como Isabel Bono, Erika Martínez, Azahara Alonso o Ana Pérez Cañamares. Y es que lo de hiperbreve parece lo único que tienen en común estos supuestos aforismos.

Por lo visto, un aforismo puede ser un juego de palabras malillo (“En los poetas, la precisión va por dentro”, dice Ana Pérez Cañamares), una obviedad de calendario (“Las máscaras son el escudo del alma”, nos ilumina Gemma Pellicer), o incluso una elegía (“¿Qué idioma se habrá perdido hoy?”, se pregunta Carmen Camacho). Neila ha escrito ya muchas páginas teorizando sobre el aforismo pero lo que parece es que se ha quedado en algo parecido a aquello que Nieves Herrero le pedía una vez a Antonio Gala: “Antonio, un soneto cortito”. En los peores casos, un aforismo es un chiste, una obviedad, una vaguedad poética. En los mejores, un verso que se ha quedado suelto de un poema, o un poema completo (“Todo corredor quisiera esquivar la meta”, escribe Erika Martínez), incluso un pensamiento condensado. Pero lo cierto es que si bien pueden aspirar a ser una lección de condensación, rara vez pueden valer por un artefacto complejo. Los poemas largos (los buenos), los ensayos filosóficos (los buenos) abundan en aforismos (frases que dicen mucho más de lo que dicen) pero además son más, son el modo en que la sintaxis los engarza. Un buen conjunto de aforismos puede ser un cucurucho de deliciosas cerezas, pero nunca será un cerezo.

En la colección de aforismos de Trea acaba de publicar Javier Sánchez Menéndez La alegría de lo imperfecto. La suya es otra variante del aforismo, aquella que pretende tener algo de máxima moral. “Toda revolución es verdadera si se ejercita con poesía”; “La vanidad es el orgullo de los necios”. Y en Todo lo que se prodiga cansa (La Isla de Siltolá) José Luis García Martín ha reunido 150 páginas de los suyos, cuya arma fundamental es la paradoja: “Cuando abandonó la poesía, se dedicó a escribir sonetos”; “Hay cosas tan serias que sólo se pueden decir en broma”. En Dejar la piel (Pre-Textos), Lorenzo Oliván (en la imagen) ha reunido todos sus libros de aforismos, desde sus greguerías iniciales hasta las moralejas de sus últimos libros.

El aforismo, o es media verdad o es verdad y media, decía ya no me acuerdo quién, de tantas veces como se ha repetido. Yo diría que tiene las mismas virtudes y defectos que un verso; puede abrirse a mil significados distintos que contiene de forma implícita o puede ser una gracieta de paso. Ha disfrutado uno mucho con los de Jules Renard, Gilbert Cesbron, Stanislaw Jerzy Lec... y con Gracián, tal vez padre de todos ellos; y no quisiera olvidar los de Juan Ramón Jiménez, escogidos por Andrés Trapiello en aquel volumen precioso de La Veleta, que reconciliaban con JRJ incluso al menos juanramoniano de los seres (verbigracia).  Lo de esta moda de lo breve en medio de la moda de lo tonto sin duda tiene sus contagios. Espera uno que alguna vez lo que se ponga de moda sea lo complejo. Si hasta mi perra se aburre enseguida de los juguetes simples. No sé lo que les pasa a estos humanos, me dice...