Misantropía, ¿vicio o virtud?
Exitoso estreno el de ayer en Madrid de Misántropo, en versión libérrima de la obra de Molière realizada por Miguel del Arco para su compañía Kamikaze. Del Arco recupera el personaje del misántropo para exponer un asunto que me causa cierta inquietud, pues afecta especialmente a los periodistas: el de la búsqueda de la verdad como fin principal. ¿No es ese el estandarte del periodismo y, concretamente, el de la crítica teatral? Y, sin embargo, qué caro resulta expresar una opinión verdadera en muchas ocasiones, especialmente si es contraria a la idea comunmente aceptada.
Define la RAE misántropo como “persona que, por su humor tétrico, manifiesta aversión al trato humano”. Quien vea este espectáculo comprobará que esta definición queda incompleta. Israel Elejalde, en uno de los papeles más difíciles de su carrera, compone un misántropo radical: Alcestes es un hombre que busca la verdad en todos los órdenes de su vida y al que le cuesta aceptar la conducta hipócrita que siguen los hombres para vivir en sociedad. A él, le gustaría vivir en una sociedad sin corrupción, moralmente pura. Sus amigos le piden opinión porque tiene fama de que siempre se conduce con sinceridad y así es, a pesar de que sabe las penosas consecuencias de decir lo que realmente piensa. Por eso, él es un hombre solitario, al que no le van los pactos, ni los apaños políticos ni de ningún orden. Es un hombre enfadado con el mundo.
Pero mantenerse fiel a la verdad de forma extrema es tarea imposible incluso para Alcestes, porque hay una persona, la única, que sí está dispuesta a tolerar: su enamorada, la bella Celimena (Bárbara Lennie). Para colmo suyo, esta dama es la más frívola de todas las mujeres de su entorno, una trepa que busca escalar socialmente y para lo que está dispuesta a utilizar todas sus “armas de mujer”. Él justifica esta conducta de su amada, a pesar de que le provoca unos celos extremos. La acepta por amor.
Lo que hace de Alcestes un personaje fascinante es que es un tipo con muchas facetas, sus ideales aparentemente virtuosos le convierten, sin embargo, en un tipo soberbio, puritano, intolerante con los defectos humanos, puede parecer hasta un gilipollas que se cree que está por encima de los demás. Su amigo Filinto (Raúl Prieto) se pregunta si en una sociedad ideal, totalmente libre de corrupción, qué valor tendría la razón si no es para discernir el bien del mal, y le intenta conducir a posiciones moderadas, aconsejándole que aprenda a perdonar los vicios de la sociedad y a vivir entre hombres corrientes. ¿Habla Molière por Filinto o habla por Alcestes?
Miguel del Arco ha demostrado en sus versiones de clásicos olfato para seleccionar los títulos, que plantean temas atractivos, y elegancia y humor para reconstruirlos desde una óptica presente. Por lo general, siempre que se manipula materiales clásicos suele surgir la polémica entre detractores y defensores. Del Arco es sincero cuando presenta sus adaptaciones como “basadas libremente en el original”, por lo que ya etiqueta de antemano su obra para que el espectador no se lleve a engaño. Pero el tema de las adaptaciones de clásicos es siempre delicado y, creo que, en definitiva, depende del resultado final y, muy especialmente, de si se traiciona o no lo que cuenta el autor. Como he oído decir a Alonso de Santos, “siempre que hago una versión me pregunto qué pensaría el autor de la obra si la viera”.
Gocé oyendo las conversaciones y las reflexiones de los personajes de Misántropo, porque son muchos los temas que se tratan, y de calado: se habla del valor del arte, de cómo el amor nos hace libres y esclavos, de cómo la injusticia se convierte en ley, de cómo se comportan las mujeres, de la estupidez humana… Sí, tuve la sensación de que Molière estaba presente, aunque sus personajes hubieran sido trasladados al callejón sucio y oscuro al que da la puerta trasera de una discoteca de nuestros días (¡Qué buena idea!), y el texto hubiera sido trufado con canciones actuales (Quédate quieto, cantada por Asier Etxeandía) y hasta con un poema de Cernuda.
Esta obra sin un actor como Israel es difícil que se hubiera podido montar, el personaje le encaja perfectamente y él hace un trabajo y un esfuerzo extraordinario, casi todo el tiempo en escena, con largos parlamentos. En realidad, su personajes es el único trágico. Tiene la suerte de tener unos compañeros de viaje fantásticos: Con Barbara Lennie o Raúl Prieto tengo la sensación de no saber si está actuando o están de paso por el escenario y se han parado a hablar; Manuela Paso, más dramática, compone una cotilla divertida y con mucho atractivo, mientras Miriam Montilla tiene un personaje más reposado, que calza muy bien con su dulce voz. Cristóbal Suárez nos sorprende con una vis cómica que desconocía y José Luis Martínez, con su oficio. Todos ellos guiados por Miguel del Arco, quien ofrece unos de sus mejores trabajos de dirección.