[caption id="attachment_677" width="280"] La llamada, una de las obras en cartel en el Teatro Lara.[/caption]
Hay algunas plumas verborreicas que la tienen tomada con los teatros que practican la multiprogramación y con los periodistas que, como yo, la defienden. Entre las múltiples perlas que sueltan figura el considerar este fenómeno un producto del “sistema neoliberal basado en el consumismo”, y que “está motivado por los medios de comunicación poderosos/afines a partidos políticos (sean cuales sean)” y al servicio del cual trabajan periodistas “que rara vez tienen un conocimiento profundo sobre lo que escriben”. Como se ve, argumentos originales y de una frescura luminosa.
Este ataque cazurro a la libertad de los empresarios teatrales a buscar el público me convence aún más de las bondades de la multiprogramación. El consumo es malo por naturaleza, pues está reñido con la calidad, vienen a decir los intelectuales comprometidos. Si tienes éxito con una obra de teatro, chungo, lo más probable es que sea de un nivel deleznable. Tienen tan escasa confianza en el individuo que prefieren dictarle lo que es bueno y lo que no les conviene y por eso les pirra erigir tribunales de calidad y buen gusto. Sin embargo, todo el mundo, comprometidos o no, cuando tiene ocasión de representar “su” obra de teatro, de mostrar “su” pintura, “su” libro o “su” película, se movilizan para que vaya el mayor número de espectadores a consumirla. Curioso, ¿no?
La afluencia de público a una obra mide su popularidad. Más difícil es medir la calidad, aunque podríamos hablar de un canon (académico, crítica periodística…) que la establece de alguna manera. A veces una y otra pueden coincidir, otras no. Pero lo que sí nos indica la popularidad de una obra es el nivel cultural de un país. Si la afición teatral madrileña demostrara en sus elecciones un gusto exquisito (algo además bastante arbitrario de establecer), quizá no necesitaríamos de políticas educativas que intentaran mejorarlo.
Que un teatro privado como el Lara de Madrid, que venía arrastrando una gestión ruinosa desde hacía décadas, gane dinero, irrita profundamente a los comprometidos. Olvidan que sus accionistas llevan cinco años de inversión y trabajo constante. Y que es ahora cuando recogen los frutos de una estrategia basada en multiplicar su oferta para amortizar los espacios que, además, ha conseguido atraer a las compañías y al público de la ciudad. Un modelo que otros comienzan a imitar. Y les irrita porque estos teatros, dicen, entienden el arte como un artículo “obsolescente”, es decir, una mercancía. En su opinión debería ser un producto “sagrado”, “excepcional”, y tener así que recurrir a la protección subvencionadora del papá Estado para seguir produciéndolo.
¿Se puede considerar obsoleta una obra como Burundanga, de Jordi Galcerán, que lleva tres años consecutivos en el Lara, y es la tercera que más tiempo continúa en cartel en Madrid? Y respecto al resto de obras que programa, ocurre algo parecido con La llamada, que se ha ganado su sitio los fines de semana. El resto de la parrilla reúne un sinfín de títulos, y exige una guía para saber qué día de la semana se representan y en qué sala. La mayoría pasarán sin pena ni gloria (no todo puede ser genial), pero otros se ganarán su espacio si así lo decide el espectador y puede que se proyecten fuera de este teatro, como ocurrió por ejemplo con La función por hacer. Por otro lado, ¿no han ganado las compañías y los actores más oportunidades para mostrar sus trabajos en una ciudad en la que la escasez de estas parece ser la tónica? ¿Y el público? Cuando voy al Lara siempre lo veo atestado.
Por último, hay un argumento contra la multiprogramación de los teatros que me hace reír: esta estrategia “arruina a los dueños de otras salas y hace inviable proyectos comprometidos que son silenciados”. ¿Comprometidos con qué: con su tía la de Alicante, con la Iglesia Católica, con los bancos? Ah, ya, este lenguaje también me suena: es el del compromiso de la lucha porque “la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan, y los ricos mierda, mierda”, como decía Quilapayún.