[caption id="attachment_738" width="560"] Fernando Cayo y Pepe Viyuela en 'Rinoceronte'[/caption]
Rinoceronte es una parábola sobre el totalitarismo. No la había visto representada hasta ahora, que Ernesto Caballero la ha dirigido para el Centro Dramático Nacional. Para ser un gran texto ha tardado demasiado en volver a los escenarios desde el montaje que estrenó en 1961 José Luis Alonso, también en el María Guerrero, con un elenco capitaneado por José Bódalo, Antonio Ferrandis y Maria Dolores Pradera. En todo el periodo democrático de este país los grandes teatros han preferido representar otras obras de Ionesco, como Las sillas o El rey se muere, de un contenido político menos explícito.
Un estudio de Gabriel Quirós (Ionesco en España: Las puestas en escena de José Luis Alonso, Queen Mary University of London) recuerda la polémica que se suscitó entonces, pues las funciones acababan con un público enfrentado: el del patio de butacas pateaba la función, mientras el del gallinero, en su mayoría estudiantes, llamaba a estos “rinocerontes”. Unos y otros se sentían apelados. El director optó por subrayar la veta existencialista de la obra y el carácter épico de su protagonista sin ocultar el contenido subversivo que tanto aplaudían los citados estudiantes antifranquistas.
Es curioso que ahora que vivimos tiempos de libertad la opción de Caballero sea la de ofrecernos una lectura política pesimista de Rinoceronte. Y creo que es así porque la ciudad que nos evoca desde el escenario ya está contagiada del virus totalitario incluso antes de que la invadan los rinocerontes. Esta visión del director se ve confirmada en el desenlace, en el que además de convertir a todo el público de la platea en rinoceronte, acaba con cualquier atisbo de resistencia o heroicidad contra estos. Revisando el original de Ionesco para cotejarlo con la versión de Caballero, he comprobado con sorpresa que este ha mantenido intacto el texto de la última escena, como en casi todo el resto de la obra.
A mi entender, el texto de Ionesco alerta de la amenaza a la libertad que suponen los totalitarismos, representados por los citados paquidermos, pero tiene un final esperanzador, pues el protagonista se erige en el último y único hombre llamado a resistir. Afortunadamente, contamos con algunos ejemplos históricos en este sentido, uno de los más célebres y épicos es el que ilustra el discurso We shall never surrender de Churchill. Pero volviendo al montaje, la cuestión es que cómo el director, que ha respetado casi todo el texto en este montaje, ha introducido este enfoque pesimista. Obviamente, a través de la puesta en escena y la composición de los personajes que hacen los actores.
Las acotaciones de Ionesco para la primera escena del primer acto son claras: nos hablan de una ciudad tranquila en la que luce el sol y sus habitantes pasean o se sientan en las terrazas o compran en las tiendas de la plaza mientras suenan las campanas de la iglesia. Este ambiente plácido y burgués de una pequeña ciudad se verá bruscamente atacado por las falanges de rinocerontes.
Pero en el montaje del CDN este pueblo o plaza es incierto: los personajes irrumpen armando barullo en la sala de butacas, por el pasillo central y por los laterales hasta alcanzar el escenario… tardamos un poco en saber que Juan (extraordinario Fernando Cayo), un tipo vehemente, de fuertes convicciones en apariencia, espera en un café a su amigo Berenger (Pepe Viyuela), hombre común, sin ambiciones, enamoradizo, y de aspecto desaliñado, que tarda en llegar a la cita. Más que un mundo ordenado y tranquilo que se verá amenazado por estos paquidermos, resulta un mundo caótico e histérico.
La puesta en escena tiene una buena factura y se apoya principalmente en una escenografía (Paco Azorín) de estilo industrial, metálica y fría, de pasillos y escaleras que evoca un hábitat carcelario, el de la sociedad asimilada y controlada por los rinocerontes. A partir del segundo acto este dispositivo escenográfico actúa casi como un personaje de presencia perenne y voraz para el resto, lo que no facilita la comprensión de la propagación que encuentran las ideas de los rinocerontes y la evolución que suponemos experimentan los individuos hasta fundirse en una masa informe. Si la sociedad ya es carcelaria, si en ella reina la tiranía, ¿cómo explicar las conversiones-mutaciones de sus ciudadanos y la propagación de la ilusión totalitaria? Cabría esperar lo contrario, un comportamiento de resistencia, de lucha contra ese poder animal.
El elenco lo forman actores sólidos y experimentados (a los ya mencionados, se suman José Luis Alcobendas, Paco Déniz, Janfri Topera, Ester Bellver, Fernanda Orazi, entre otros), que se mueven en la tragicomedia, con la excepción de Berenger, cuyo perfil es el de un hombre corriente. La escena final es de gran belleza plástica, pero deja un sabor amargo. Berenger, que ha perdido a su amigo Juan y a su amor Daisy, se decide a luchar, pero vemos cómo está siendo aplastado por un pesado paquidermo que cae lentamente sobre él, mientras intenta infructuosamente defenderse. No vemos a Berenger como líder de la resistencia, ni como “el último hombre” cuyas palabras finales son (sic) “¡Mi escopeta, mi escopeta!” y “No me rendiré”. Es un pobre hombre llamado a ser héroe pero al que no le dan la alternativa de capitanear hazaña alguna, lo van a machacar como a una cucaracha.