Arlequín visita nuestro tiempo
Paco Mir ha encontrado cobijo bajo el paraguas de Boadella, ya que de unos años a esta parte los Teatros del Canal se han convertido en el escenario madrileño donde suele presentar sus producciones y las obras de su autoría, mientras que para exhibirse como actor con sus colegas de Tricicle prefiere el circuito comercial, no sujeto a calendarios estrictos. Esta temporada ha rescatado una comedia que triunfó en 2012 en el West End londinense, y luego internacionalmente: Dos peor que uno (One man, two guvnors). La producción, ambiciosa y con un bonito diseño escénico, está calcada de la británica, aunque la pena es que el numeroso elenco de actores, con algunas gloriosas excepciones, no consigue sacarle brillo a un texto que tiene momentos hilarantes y algunos personajes memorables.
One man, two guvnors se presenta como un texto inspirado en el clásico de Goldoni Arlequín, servidor de dos amos, la biblia de la comedia del arte refinada; Richard Bean hace más que una adaptación: sitúa la obra a los años 60, en Brighton, y escribe un vodevil sobre gánsteres asesinados que resucitan y matrimonios concertados que se rompen. Mir, que firma la adaptación, mantiene la época de los cardados y faldas acampanadas y coloristas, la trae a una ciudad mediterránea que no precisa y consigue traducir con mucha gracia los mejores gags de la pieza. Al frente de la dirección está Alexander Herold (antiguo colaborador de Mir, el mismo que ya presentó en Madrid la obra maestra del género cómico Noises Off, de Michael Frayn, también producida por el miembro de Tricicle).
Dos peor que uno se anuncia como “¡La comedia más divertida del planeta!”, con “12 actores magníficos y 4 músicos marchosos” (lo que es toda una proeza para estos tiempos). Ya se sabe que los reclamos publicitarios siempre tienden a exagerar, pero en este caso no sólo porque hay comedias más ingeniosas que ésta, también porque esta producción adolece de un ritmo ágil y una interpretación armoniosa. Aun así, algo de razón tiene el eslogan publicitario, pues no son muchos los títulos que pueden exhibir un recorrido tan meritorio como éste: la pieza se estrenó en 2011 en el National Theatre de Londres, desde donde saltó al West End y luego a Broadway, que la catapultó internacionalmente. También contribuyó a su sonado éxito que el popular cómico británico James Corden la protagonizara, obteniendo un Tony por su interpretación.
La obra, lógicamente, exige de un actor con personalidad para hacer de este criado glotón, pobre y pícaro que es arlequino y cuya interpretación en la comedia del arte tradicional era transmitida de generación en generación por los actores. El elegido para este arlequino de nuestros días es Fernando Gil, un cómico de largo recorrido, que lo mismo presenta una gala de premios, hace un programa de humor para la televisión que actúa en un teatro de pequeño formato. Gil tiene la simpatía que requiere el personaje, improvisa muy bien, pero creo que le falta sinvergonzonería y detalle en su elaboración. Lo encontré mucho más cómodo en el traje de arlequino en la segunda parte de la obra.
Del resto del elenco, destaco a Toni González, que se merienda la guinda del elenco: el amante Marlon, una parodia de los actores a partir de un joven que aspira a serlo y que convierte todos los actos de su vida en acciones dramáticamente amaneradas, intensas y trágicas, vestido de negro como si se tratara del príncipe Hamlet. Desternillante, sus apariciones se hacen esperar. Y de igual forma, Vito Sanz es un viejo camarero graciosísimo, un augusto que se lleva todas las tortas; Mar Abascal, como vampiresa simpática y procaz; y Fermí Herrero, que hace dos papeles, y que si bien al principio me costó entenderle por su fuerte acento catalán, consigue finalmente deshacerse de él y dar vida a un chef francés “extraordinaire”.
La producción española presenta un ambicioso y bonito diseño escénico, tanto en el aspecto escenográfico y de vestuario (obra de Jordi Bulbena) como en la incardinación en la dramaturgia de una banda musical capitaneada por Amélie Angebault que, en la onda de Django Reinhard, interpreta un repertorio alegre y con encanto y, además, cumple con la función de amenizar las transiciones de escenas. La banda recibe al público antes del inicio de la función como si se tratara de un concierto y, luego, mientras cambian los decorados, interpretan canciones (escritos para la función por Grant Olding) en las que, a veces, se integran los actores.
El espectáculo juega al contacto con el público. Le recuerda y descubre que lo que está viendo es simple y llanamente teatro, una ficción, trampa y cartón. De repente, encontramos actores que en medio de un diálogo preguntan directamente al público, le invitan a subir al escenario para hacerle vivir escenas cómicas, y nos hacen creer que ciertas situaciones son fruto de la improvisación. Es el código de actuación de un género tan popular como la “commedia dell’arte”, pero también un reto para los actores, pues tienen que componer y descomponer la ficción constantemente. La dirección le ha dado acertadamente este enfoque. El patio de butacas, casi lleno un martes noche, despidió a los intérpretes con calurosos aplausos.