[caption id="attachment_1181" width="560"] Una imagen de Monte Olimpo[/caption]

El artista Jan Fabre ha presentado el pasado fin de semana un espectáculo de 24 horas en Sevilla: Monte Olimpo. 24 horas de un tirón, sin descanso de por medio, en las que concurre el corpus completo de las tragedias griegas que se conservan, 33 en total. Alberto Ojeda cuenta los pormenores de la obra en esta publicación, y refiere también el asunto de la intendencia, como la habilitación de una zona con colchones para el público o una cafetería abierta durante toda la función. ¡Qué expectativas tan excitantes!

Y yo, sin embargo, me lo he perdido. Dicen algunos de los 400 espectadores que lo han visto que ha sido “épatant”. No cabía esperar otra respuesta pues, si después de aguantar la paliza de 24 horas no llega a “épater”, ¿por qué seguir allí? En cualquier caso, mi interés no es hablar de una obra que no he visto, sino de los Espectáculos de Larga Duración, de los que hay varios ejemplos en el teatro del siglo XX.

El más célebre, y quizá el que inauguró esta senda en el teatro de los últimos 50 años es el Majabhárata de Peter Brook, que pudo verse en Madrid en los años 80 y que duraba nueve horas. Brook representó el poema épico por partes pero también lo hizo en una sola sesión. Otro récord lo alcanzó el alemán Peter Stein, al llevar a escena el texto íntegro de Fausto, durante 21 horas. Dicen que no cortó ni una palabra al texto. Y el último montaje que recuerdo de larga duración lo sirvió Robert Lepage, con su Trilogía de los Dragones, un poco más moderado, pues duraba seis horas y también se representó por partes. Por los nombre mencionados, parece que todo gran hombre de teatro debe llevar aparejado un espectáculo de larga duración.

Presencié el de Robert Lepage, y tengo un gran recuerdo, me enganchó de principio a fin. Se exhibió en los estudios de cine Luis Buñuel de Navalcarnero. El Festival de Otoño habilitó autobuses para llegar, de manera que si no ibas con tu propio coche, tenías difícil desertar. Pero Lepage ofreció un espectáculo maravilloso, una narración épica sobre una historia de inmigración de chinos en Canadá. Era como si te contaran una novela de una tacada y con la magnífica dramaturgia del canadiense. Hubo intermedios para aliviar aguas menores y matar el gusanillo.

Se dice que en la Grecia clásica sus habitantes se empleaban a gusto con los festivales de teatro, pues celebraban torneos de tragedias que duraban tres y cuatro días. De visita por Epidauro es fácil imaginar bucólicos picnics entre función y función, tras haber presenciado cómo Medea mata a sus hijos o Edipo es condenado a vagar ciego. El teatro era un fenómeno de masas, tenía un valor catártico, pues los actores debían reconducir al público a liberar sus emociones de forma colectiva representando en escena las consecuencias de hechos impropios.

Hoy, sin embargo, encuentro que los festivales de música pop y rock guardan más parecido con aquellas tradiciones de los griegos que cualquier festival del teatro actual. Y creo que sólo la idea de presenciar durante tantas horas una representación atemoriza al público. El teatro no es ya un ritual como antaño, el valor terapeútico que tenía para las sociedades antiguas ha desaparecido y estas largas funciones se presentan más como un ejercicio de ensimismamiento del artista, un desafío para sus capacidades y experimentos artísticos, que de comunión y comunicación con el público. Por eso estos espectáculos, excepto a su feligresía, dudo que convoquen a muchos espectadores.