[caption id="attachment_1385" width="560"] Chema del Barco, Javier Navares y Manuel Baqueiro son los tres protagonistas de El plan[/caption]
Rematar una comedia con un final trágico es una tendencia que gana terreno en nuestros escenarios. El espectador asiste al planteamiento y desarrollo de la obra y cuando la historia alcanza el final, a veces incluso antes, esta se da la vuelta y se torna en drama, en muchos casos hacia un desenlace de compromiso social sobre la violencia machista, la inmigración o cualquier otro tema de los que imperan en los medios de comunicación.
Esta manera de proceder la he visto en obras como Bajo terapia, Idiota o El plan, en las que el autor ha preferido no continuar exprimiendo más el artefacto cómico y saltarse las leyes del género. Es una opción, desde luego, pero lo que me sorprende es que esta mezcla de categorías, esto de ponerse trágicos tras un prólogo de comedia, esté tan de moda entre los autores actuales.
Puede que una de las razones hunda sus raíces en Grecia, en Aristóteles y en su consideración de que la comedia era un género menos elevado y aristocrático que la tragedia, por lo que sus autores no podían tener la misma consideración. Esta idea de que las grandes obras tienen que ser irremediablemente tragedias o dramas que aborden asuntos trascendentales de nuestra existencia pervive, y no solo entre los autores, también la sufren los actores. Mientras los teatros institucionales se han consagrado a programar dramas y tragedias, la comedia se refugia en teatros comerciales, alimentando a espectadores, se presume, menos exigentes.
Yo, sin embargo, creo que en el teatro es más difícil hacer reír que llorar. Me cuesta más encontrar buenos títulos de comedia en nuestros días que tragedias o dramas. Una buena comedia no solo pide la invención de agudos personajes y una trama inteligente, también de unos diálogos ágiles y chispeantes, con ingeniosas replicas y un ritmo meticulosamente medido. La comedia debe esquivar el aburrimiento, mantener al espectador en una tensión relajada. Y, sobre todo, encontrar un buen final, un cierre redondo, uno de los puntos débiles y de más complicada resolución del género.
Y si escribir un buen juguete escénico, que funcione, exige gran talento, no menos escenificarlo. No es fácil encontrar hoy buenos actores de comedia, buenos cómicos capaces de proyectar, darle cuerpo y hacer crecer en escena los personajes ideados y las tramas con credibilidad y, sobre todo, aceptación popular. En España hemos tenido una larguísima tradición de actores cómicos a lo largo del siglo XX, cuando el único teatro posible era el sostenido por el público.
El autor y director de comedias José Luis Alonso de Santos me contó recientemente una anécdota sobre la peculiar batalla que enfrenta a la comedia y la tragedia, una lucha que no es otra que la manera de explicarse la vida y el mundo. La personifican dos ilustres pero antagónicas figuras del teatro, una de ellas precisamente fallecida en esta semana. De un lado, el Nobel Dario Fo, al frente de las huestes de cómicos. Del otro, el polaco Tadeusz Kantor, director del Teatro de la Muerte.
Al parecer, los tres coincidieron en un festival de teatro, pero Alonso de Santos percibió inmediatamente que no se soportaban y que iba a ser imposible hacerlos coincidir en un debate como deseaba la organización del festival. Ni siquiera guardaban las formas. Kantor iba con su séquito de actores, que le rendían una pleitesía casi esclava. Fo no soportaba verlo con su corte y echaba pestes de su teatro tanto como de los festivales que lo acogían. El italiano era un tipo divertido y encantador, un hedonista que entendió el teatro como un canto a la vida. El otro era un hombre de trato arduo con el que era difícil hablar, su teatro buscaba ofrecer un canto de sí mismo. Kantor y Fo eran como agua y aceite.