Hay que agradecerle a Ernesto Caballero que en esta su despedida del Centro Dramático Nacional como director haya reducido la condena del público a ver el carromato de Madre Coraje por el campo de batalla a poco más de dos horas… podrían haber sido más. Ni siquiera la actriz protagonista, la acreditada Blanca Portillo, consigue salvar esta producción concebida originalmente como teatro “musical”con partitura de Paul Dessau, pero que aquí interpreta un elenco de actores que, con la excepción de tres de ellos, no son cantantes.
Las generaciones de directores y actores de la segunda mitad del siglo XX, tan devotos de Brecht y del marxismo, han venerado esta pieza ejemplar de la dramaturgia brechtiana y, como se ve, continúan en ello. El predecesor de Caballero, Gerardo Vera, también dirigió este título durante su mandato, con Mercè Aranega como Madre Coraje y echando mano de la versión de Buero Vallejo; Vera se saltó las instrucciones del autor sobre la dialéctica teatral “para concienciar al público” sobre los desmanes bélicos del capitalismo, a favor de una puesta en escena más emotiva y centrada en el conflicto humano de la madre que ve perder a sus tres hijos en la guerra. No puedo opinar de anteriores producciones, como la de Ricardo Iniesta con su compañía Atalaya, la de Lluís Pasqual con Rosa Maria Sardá de protagonista o la pionera entre las versiones españolas, la de Tamayo con Amelia de la Torre y Mary Carrillo. Es evidente que es una obra que también buscan las actrices.
¿Por qué gusta tanto esta obra? Estamos ante un texto propagandístico, -difundir la cantinela marxista de que las guerras son cosa de la economía-, de un hipócrita pacifismo que Brecht escribió justamente en 1939 para justificar el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Ambientada en las Guerra de los Treinta años del siglo XVII, guerra entre católicos y protestantes, nos presenta a una mujer recorriendo los campos de batalla y mercadeando con los soldados de uno y otro bando, al precio de acabar perdiendo a sus tres hijos. La obra admite otras lecturas que la prédica antibelicista, por ejemplo, la de apelar a cuál sería nuestra ética en situaciones comprometidas como las que vive su protagonista.
El problema de esta producción es que Caballero en su dirección escénica se decanta por un trabajo de distanciamiento, pero da la impresión de que los actores no saben muy bien a qué carta jugar, si ser marionetas o personajes de carne y hueso o un poco de todo, y eso que hay excelentes intérpretes en el elenco. En las numerosas entradas, salidas, transiciones… estos no terminan de profundizar en las escenas y, por tanto, no hay grandes momentos escénicos, salvo alguna excepción de Portillo y de su hija, cuando esta muere. Y todo en un escenario muy muy tecnológico, que deja visible las interioridades de la caja escénica y en el que se proyectan en unas pantallas dispuestas en el foro, primero, anotaciones de la obra, y al final, un breve catálogo de aforismos de Brecht.
No hay profundidad emocional en los personajes. Preferiría un poco más de humanidad en los conflictos que encarnan, al estilo del trabajo que hace la actriz que da vida a la hija muda (Ángela Ibáñez), aunque fuera contra los dictados brechtianos. Blanca Portillo es una madre enérgica, por edad y físico da bien el papel, tiene momentos inspirados, pero tengo la sensación de estar viéndola a ella más que a la madre. ¿Quizá es lo que se pretendía? ¿La concienciación del actor? Si hubiera buenos cantantes, habría de qué disfrutar, pero salvo las preciosas voces de Paula Iwasaki y Raquel Cordero y la de Jorge Usón, el resto del elenco hace lo que puede en este cometido.