El pato salvaje llevaba sin representarse desde que José Luis Alonso la hizo en el Teatro María Guerrero en 1982. Ahora La Abadía la acaba de estrenar dirigida por Carlos Aladro. Es una obra menor de Ibsen, lo que quizá explica el tiempo transcurrido entre uno y otro montaje. Esta producción le añade escolios al texto original con una discutible finalidad pedagógica que alarga el espectáculo y desaprovecha un elenco de estupendos intérpretes.
La instilación de una sospecha es el motor de El pato salvaje. En este sentido guarda cierto paralelismo con Otelo, salvando las distancias dramáticas y de época. Si en la de Shakespeare es el envidioso Yago quien hace sospechar a Otelo de la infidelidad de su esposa, aquí es el doctrinario Gregers quien lleva a su amigo Hjalmar a sospechar que su familia oculta secretos que impiden su felicidad: no está claro que su mujer Gina se haya casado con él por amor y no por una componenda del cónsul Werle (terrateniente noruego del pueblo que tiempo atrás fue amante de Gina), lo que le hace dudar también sobre si es realmente el padre de "su" hija. Por si fuera poco, el padre de Hjalmar, el capitán Ektar, es un exsocio de Werle que ha pasado unos años a la sombra tras perder sus galones por oscuros negocios que compartían, pero de los que curiosamente este último salió indemne.
Así contado parece un folletín, pero como siempre ocurre con Ibsen, el interés se centra en el dilema ideológico que plantea de la mano del personaje Gregers, un personaje de los más antipáticos del teatro. A Javier Lara le toca interpretarlo y lo hace con la contención y la austeridad propia de un pastor luterano. Su personaje no es el de un moralista que critique los vicios de la sociedad, sino que es un extremista puritano e ideológico que en nombre de la verdad y de la virtud —mejor dicho de "su" verdad y de "su" virtud— está dispuesto a colarse en casa ajena para remover la mierda y, en definitiva, sembrar la desgracia.
El puritanismo intransigente de Gregers —por otro lado, tan de moda en nuestros días— es combatido por el doctor Relling, hombre razonable, que por su profesión conoce bien las angustias que atenazan al hombre, defensor de las mentiras piadosas, y al que da vida un prodigioso Jesús Noguero que aquí logra una gran creación, con ecos de esos doctores chejovianos perdedores y bohemios. Además, se dobla en el ambicioso terrateniente como quien se come un bocadillo, mostrando su gran versatilidad y su poder de imantación nada más pisar el escenario.
La producción cuenta con otros estupendos actores: sobresaliente Eva Rufo en el papel de Gina, también Nora Hernández en un personaje tan difícil como dar vida a su hija adolescente, y convincente Ricardo Joven como el abuelo Ekdal. Javier Ceacero, que pecha con un personaje difícil como es el fotógrafo Hjalmar, el padre de familia, da humor a su personaje, pero al inicio de la obra está con excesivo entusiasmo y excitación.
Dejo para el final a Pilar Gómez, admirable actriz a la que encuentro desaprovechada en el papel de amante de Werle y, sobre todo, de narradora de los escolios y notas a pie de página (escritos por Pablo Rosal) que el director nos cuela. Aladro ha caído en la tentación de creer que los espectadores de esta obra requieren una explicación y esa explicación nos la da al precio de fragmentar e interrumpir el desarrollo y alargarla demasiado. Hay algunos momentos de un infantilismo sufriente, como cuando los actores rompen la cuarta pared y hacen cantar al público Cumpleaños feliz. Ir al teatro para volver al jardín de infancia.