Hubo una época en que era habitual que importantes cargos de autoridad fueran asignados a conocidos literatos. Cuenta Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo que la mayoría de sus amigos del mundo literario acabaron colocándose de diputados, altos funcionarios o al frente de un alto tribunal. Se diría que el arte tenía bastante influencia en la política, siendo hoy la política la que tiene una inmensa influencia en el arte y es poco menos que imposible que un literato alcance relevancia en ella.
Es por ello que el estreno de una obra de teatro de un destacado personaje de autoridad, como el actual presidente del Tribunal Constitucional, es una noticia periodística que me despierta un cierto interés morboso. ¿Habrá también un camino de vuelta desde el Poder al Arte…? Pedro González-Trevijano lo intenta, pero anda más perdido que un pulpo en un garaje.
Jubileo (Adonay y Belial) se representa en el Teatro Fígaro de Madrid. La obra se promociona como discusión filosófica en torno a la clásica disputa entre el bien y el mal, un "duelo dialéctico repleto de ironía y sentido del humor", añade el dossier de prensa. Nada más lejos de la realidad, desde el minuto cinco se anticipa la deriva catastrófica en la que derrapa y cunde el aburrimiento.
La situación que plantea es la siguiente: Adonay (interpretado por Javier Martín) y Belial (Abraham Arenas), nombres que el Antiguo Testamento da a Dios y al Diablo, peregrinan por el Camino de Santiago, ocasión que el autor emplea para intentar un diálogo sobre lo que les distancia, nada más y nada menos. Adonay-Dios, con pinta de cura descreído, y Belial-Demonio, que parece un chaval de quince años ejercitado en pesas, mantienen unos diálogos insustanciales. Conversan como de corrido pero no hablan del bien y del mal, sino de un Dios judeocristiano y de su inevitable enterramiento por el ateísmo, algo que nuestro autor da por seguro en el avance de la historia y con el que remata la obra.
Como si de una tesis se tratara, y no de una obra de arte, los personajes protagonistas citan y citan obras que han cuestionado a Dios o lo han adorado (desde pintores como Botticelli, a enciclopedistas como Voltaire, y otros como el Marqués de Sade, Kant, Darwin, Mozart, Haendel, Buñuel…), sin profundizar en su significado, parece un ejercicio de exhibicionismo académico. La falta de gracia y humor es equiparable a la falta de fe que sorprendentemente exhibe un personaje como Adonay.
Se comprende que el propio director de escena, Gabriel Olivares, no sepa muy bien en qué género encuadrar la obra. Como carece de toda acción dramática, el director intenta ilustrarla con escenas discotequeras ridículas, dando juego a personajes secundarios, todos en un nivel interpretativo que deja mucho que desear e impropio de una producción de un teatro profesional.