La voluntad de creer, de Pablo Messiez, en las Naves del Español, es la versión teatral de la encumbrada Ordet (Palabra), cine metafísico rodado por el danés Dreyer en 1955, pero que antes fue obra de teatro del pastor luterano y dramaturgo Kaj Munk. Messiez adapta la pieza al teatro y pretende establecer un paralelismo entre la experiencia de la fe religiosa con la experiencia artística. El teatro, viene a decirnos, también es cuestión de fe.
Esta adaptación teatral de Ordet tiene apariencia de experimento, casi de working progress por su final abierto. Pero no nos engañemos, estamos antes una obra muy ensayada, con actores entrenadísimos y un escenógrafo de renombre como Max Glaenzel, artífice de un fabuloso espacio en blanco y negro que va construyéndose conforme avanza la obra y en el que es evidente la inspiración de la película. Carlos Marquerie consigue recordárnosla también iluminando las ventanas ocultas de transparentes visillos que tamizan la luz que entra por ellos.
A Messiez le gusta repetir una frase de Artaud para ilustrar lo que se propone: "El problema del teatro es que se ha dicho demasiadas veces que es teatro, es decir, que es engaño e ilusión". Y él no cree en el teatro que cuenta mentiras, que cada noche repite lo mismo, sino en un teatro donde la vida del espectador continúa en el escenario, (mantra de muchos dramaturgos del siglo XX, empezando por Pirandello).
Así entiendo el recibimiento que brindan los actores al espectador mientras este se acomoda, ellos todavía vestidos en ropa de calle o de ensayo y lanzándole desde los márgenes del escenario preguntas aparentemente improvisadas e inocuas (¿cómo te llamas?) confiando en que sus respuestas mantengan viva la obra. A la vez, una puerta del foro del escenario permanece abierta al exterior, a la calle, con la esperanza de que los comentarios de los transeúntes se oigan dentro y tengan el mismo efecto.
Se cierran puertas y ventanas y comienza el simulacro, los actores ya profanan el blanco suelo del escenario. Messiez nos ofrece una representación teatral de Ordet en toda regla, dice que inspirada más por el texto teatral de Munk que por la película, ya que les pareció más humorística. Lo interesante es cómo los actores van componiendo el espectáculo, como quien construye una casa o pinta un cuadro, poco a poco, haciendo que todos los elementos vayan apareciendo y posicionándose.
[Un perro del hortelano por delante y por detrás]
Fe en el teatro
Messiez no se contenta con ser un mero ilustrador del guion, sino que introduce cambios imaginando cómo sería hoy la amorosa pareja que en la película forman Inger y su descreído marido: aquí es un matrimonio de lesbianas, donde Inger es una argentina (la actriz Marina Fantini) insegura y falta de fe en Dios, que solo cree en el teatro y en el amor que siente por Amparo (Mikele Urroz) y que está muerta de miedo ante el parto que se avecina. O Juan (Juan José Rodríguez), que si en la película perdió la razón de tanto leer libros de teología, aquí la culpa la tiene Kierkegaard, aunque el resultado es el mismo: se cree Jesús de Nazaret y anda vagando y sermoneando sobre la falta de fe.
El resto de los personajes tiene más que ver con lo que hoy llamaríamos una familia contemporánea desestructurada, descreída, envejecida y sin niños. Eso permite introducir personajes astracanados, farsescos, que dan un toque de humor, y entre los que sobresale Rebeca Hernando como la reaccionaria y mandona Felicidad, especie de matriarca de la familia, o Carlota Gaviño, que da vida a una poeta soltera y borracha. ¿De qué fe nos van a hablar entonces, si ninguno cree? Preguntan al público si hay algún creyente… Vano simulacro (¿de verdad piensan que un alma pía del público se prestaría a anunciar su fe en un teatro?).
['Jubileo', un teatro filosófico sin ideas]
A falta de fe en Dios, Messiez nos habla de la fe en el arte, en el teatro. Es obvio la dimensión espiritual y religiosa que caracteriza al arte, pues es una herramienta casi única para expresar lo inefable. Pero en una sociedad descreída como la nuestra, esto de compararse con la divinidad se ha salido de madre y los artistas desafían al mismísimo Dios, creyendo que sus obras pueden ser eternas y bautizándose sin pudor "creadores".
Llega el final, la célebre escena del milagro, que estéticamente se recompone como en la película, impecable blanco y negro, con los mismos candelabros, el ataúd, corona de flores, luz tamizada que entra por las ventanas, los familiares… falta la niña de la película (la que sí cree en los milagros). Aquí no hay niños, pero hay poetas que también confían en la palabra y que se comunican con lo espiritual. La muerta -que ya nos avisó de que la muerte no puede ser representada, que no puede actuarse- despierta y nos hace una encendida defensa del teatro como acto de vida. Bien por Messiez, por su ingeniosa y bella forma de encauzar el tema a un nuevo territorio, aunque sea un trampantojo del original.