Queen Lear, la versión feminista del clásico de Shakespeare dirigida por Natalia Menéndez en el Teatro Español, ofrece muchos lados interesantes, pero se desploma por una mezcla de interpretaciones fallidas y una sintética adaptación que ha debilitado la expresión de lo trágico.
Según Menéndez, esta producción parte de la idea de emplear el teatro para imaginar si hay diferencias entre un reino regido por una mujer y por un hombre y preguntarse: “¿El ejercicio del poder desde el modelo de patriarcado conlleva la violencia o pretende la paz?”.
La cuestión no se resuelve aquí, puesto que su montaje se ciñe a la fábula de la obra que todo el mundo conoce, incluso antes de Shakespeare (las primeras fuentes de la historia están en el mito natural de Neptuno y sus hijas Austral, Cierza y Brisa). Pero si hubiera que señalar algún aspecto novedoso derivado del trueque de sexos de esta versión sería el del dolor de madre que siente la reina cuando conoce que sus hijas que le han traicionado han muerto.
En cualquier caso lo interesante no es una cuestión de originalidad a la hora de convertir al rey en reina, sino de si el relato de Juan Carlos Rubio (autor junto con Menéndez de la versión) mantiene la intensidad de la tragedia y la engrandece y si nos hace vivir con emoción la obra de Shakespeare. Pero salvo algunas escenas, los conflictos se presentan romos y sin vigor.
La versión de Rubio y Menéndez emplea a tan solo seis actores (el original cuenta con 18), mantiene fragmentos del original, y resume la historia en algo menos de dos horas, lo que no es poco. Para ello elimina la segunda trama, la del conde Glouster y sus hijos. También concentra los temas principales: la codicia de las hijas por el poder político a costa de la deslealtad y la traición a la madre; una guerra familiar entre hermanas; y es también, y esta versión carga las tintas en ello, una reflexión sobre el transcurso de la vida y el riesgo de alcanzar la madurez y dar paso a las jóvenes generaciones con sus nuevos ideales enfrentados a los viejos.
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En este último sentido, y en sintonía con estos tiempos que vivimos donde se da rienda suelta a la sentimentalidad, la obra comienza con una frase con la que también da término, referido al deseo de una época en la que se “rompan las cadenas para hablar de lo que sentimos y no de lo que debemos decir”. Así se evitarían muchas Cordelias, parece indicarnos. Pero, en realidad, es lo contrario de lo que le ocurre a Cordelia, a la ejemplar hija de esta historia le llega la desgracia porque no sabe “poner el corazón en sus labios” y usar la palabrería; sino que es una mujer que demuestra su nobleza y honor con acciones y no con palabras.
Es una pena que una actriz como Mona Martínez no pueda brillar en su grandeza, tiene un momento estelar cuando nos brinda su monólogo bien resuelto por Menéndez: vemos su figura vestida con una túnica que recuerda una figura griega (estupendo el vestuario de Alberto Valcárcel) y la oímos hablar del fatalismo de la vida humana mientras sus palabras se funden a un impactante primer plano de ella en pantalla en el que continúa con su discurso.
Por otro lado, sobresale Beatriz Argüello, que se desdobla en el conde Kent y en el bufón, mientras Marta Guerras y Sara Rivero adoptan la malevolencia de las hermanas Regan y Gonerin con la frivolidad que les marca la primera escena, a ritmo de Adele y con luces de neón rosas y azules en un guiño inexplicable. El resto del elenco hace lo que puede.
Hay otros buenos mimbres en esta producción: la escenografía de Alfonso Barajas, bellamente resuelta a partir de unos paneles de madera en los que se proyectan videoescenas de Pedro Chamizo (básicamente sombras imaginarias tan adecuadas al mundo shakespeariano), y se abren de vez en cuando para descubrir estancias nuevas. La escenografía sirve tanto para imaginar una fortaleza como un campo asolado por la lluvia.
Cabe, por último, preguntarse si en lo de feminizar un clásico como Rey Lear y llamarlo Queen Lear exigía hacerlo en inglés. ¿Por qué suena más molón?