Una 'Yerma' fiel a Federico aborda un conflicto trágico y universal: la frustración de la mujer infértil
Juan Carlos Martel preserva y potencia el carácter onírico y sensorial de la obra y concede el protagonismo a la fuerza poética de la palabra
Yerma es un poema trágico y así lo bautizó su autor. Y así lo ha entendido Juan Carlos Martel en la puesta en escena que ayer se estrenó en el María Guerrero. El director ha preservado y potenciado el carácter onírico y sensorial de la obra, la ha arropado con canciones, coros y danzas rituales, y ha hecho que la fuerza poética de la palabra sea la protagonista.
Yerma es una obra difícil de montar y el paso del tiempo, además, la ha complicado más todavía por el tema que aborda, el instinto de maternidad de la mujer. Esta producción no solo guarda fidelidad al texto, sino a las ideas estéticas de Lorca y eso permite que valoremos la grandeza del poeta.
Es fabuloso oír y ver cómo la palabra vertebra, construye y mantiene una obra en la que, en realidad, no pasa otra cosa que la creciente frustración de una mujer por no tener hijos. La palabra -trufada de simbolismo- nos llega comprensible y sencilla. Pero lo sorprendente es que el conflicto, por mucho que el feminismo insista en plantearlo como un asunto político y la ciencia haya avanzado en combatir la infertilidad, sigue funcionando como argumento trágico y universal, ya que la frustración de la mujer infértil sigue dándose.
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Es verdad que la obra presenta un segundo conflicto hoy superado, el del hombre atemorizado porque su mujer encuentre otro horizonte distinto del cuidado de los hijos y que en la obra lleva a Juan, el marido de Yerma, a quererla encerrada en su casa.
María Hervás protagoniza la función y me descubro por su trabajo. Esta actriz crece en cada aparición. Es intérprete de personalidad y temperamento, pero aquí le anima una manera natural de hablar y una sensible forma de comportarse, con su deseo insatisfecho de hijos (y de sexo) que le conduce a una actitud dolorosa, rebelde y combativa cuando se da cuenta de que su destino infeliz no tiene arreglo.
Esto lo conocemos desde la primera escena, poco va a cambiar su situación, pero sí cambia su pensamiento. Y este lo vamos sabiendo a través de los encuentros que mantiene con otros personajes, con su marido Juan (Joan Amargós), su vecina María (Marta Ossó), con el pastor Víctor (David Menéndez), con la vieja (Isabel Rocatti), con las lavanderas... encuentros que sirven para vestir el personaje y observar su evolución.
Como ya he dicho, el gran acierto de esta producción es la puesta en escena. Martel asegura que fue una conferencia sobre las canciones de cuna española de Lorca lo que le abrió los ojos para concebirla como una pieza musical, concretamente como una nana. Pero también hay escenas en las que solo actúan coros a la manera de la tragedia griega, reforzando el dramatismo y a la vez componiendo cuadros de inspiración popular o festiva.
Para ello, el director ha contado con Raül Refree para musicalizar casi todos los poemas de la obra, cantados por el coro de actores y con una instrumentalización de percusión sencilla, echando mano de bastones, cascabeles o golpeando el pecho de los actores o el suelo. Al comienzo oímos la nana mientras Yerma sueña con un bebé que lleva a hombros Víctor.
Volveremos a oír otras piezas, como el coro de las lavanderas o el ritual de la romería, aderezado con la danza tribal sobre la fecundidad, protagonizada por un macho (David Menéndez) y una hembra (Bárbara Mestanza), de gran impacto estético y emocional. Todo el elenco se implica en el coro, además de hacer cada uno su papel: Joan Amargós da vida a Juan, marido de Yerma, un pobre hombre que tiene mucha hembra a su lado, y al que el actor no termina de encajar, quizá por la propia debilidad inherente al personaje.
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Su antagonista lo tiene más fácil, el pastor Víctor que interpreta David Menéndez, aunque también mantiene escenas complejas con Yerma, con silencios y gestos difíciles de resolver y a los que el director ha logrado darles salida.
La escenografía de Frederic Amat ayuda y mucho. Un círculo sobre el escenario, y sobre el círculo una pequeña elevación (montecito de Venus) en el que actúan los actores. Sobre el círculo cae una estructura cilíndrica de la que penden unas cortinas pintadas por Amat que la cierran a modo de útero.
El juego consiste en que las cortinas se corran y abran espacios, dejando entrar a los personajes y creando escenas muy sugerentes, gracias también a las transparencias que permite el uso de la luz. Un pasillo circular con banco circunda la estructura excepto por el frente, donde espera el resto de los personajes hasta la escena que les requiera.
Al montaje le anima un aire mediterráneo por el azul y blanco de las cortinas, la luz y el juego de espacios abiertos y cerrados de la escenografía de Amat. La estética conceptual aleja la obra del naturalismo, del drama rural en el que suele ser clasificada, y ese es otro acierto. En realidad, la obra no señala el lugar donde transcurre, solo indica que tiene lugar en un pueblo campesino y antiguo.
El montaje tiene un aire Lluís Pasqual. Y creo que es inevitable, no solo porque el dispositivo escénico ha sido diseñado por un habitual de Pasqual en sus producciones del Lorca más vanguardista (El público, Haciendo Lorca…). Hay que recordar que Martel fue asistente de dirección del director (y su sucesor en la dirección del Lliure), participando en producciones como La casa de Bernarda Alba, cuyo recuerdo se me hizo automático después de ver esta Yerma.