Alfredo Sanzol ha vuelto con Fundamentalmente fantasías para la resistencia, que estrenó ayer en el Teatro Valle Inclán. Su nueva obra es un alegato antirruso envuelto en un traslúcido celofán de comedia coral que recuerda a Ser o no ser de Lubitsch. Hay escenas loquísimas de la mano de actores divertidos, pero el lento desarrollo de otras y la deliberada idea del autor de mezclar géneros lastran el resultado.
Sanzol es el gran historietista de nuestro teatro. Se le da extraordinariamente bien la pieza corta, protagonizada por personajes singulares y alegres, de gran ingenuidad, cuyas vidas comunes se ven atravesadas por anécdotas extraordinarias, fantásticas, tiernas.
Sus primeras obras, de títulos breves, son un conjunto de estas piezas cortas (En la luna, Sí pero no lo soy, Días estupendos…); luego vinieron obras de un argumento único o central (La ternura, La respiración, La valentía). Sus obras más recientes tienen una duración en consonancia con los largos y cadenciosos títulos que les pone. En El bar que se tragó a todos los españoles, de casi tres horas, confeccionó un divertido patchwork dramático con deliciosas historietas tejidas en una trama principal con numerosísimos personajes.
Otra cosa es Fundamentalmente fantasías para la resistencia, obra que pretende ser muchos géneros, pero fundamentalmente comedia. Funciona, por un lado, como una parodia sobre Putin y la invasión rusa en Ucrania; pero también como una tragedia con sus dioses y mensajeros a los que deben obedecer los mortales.
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Sanzol hace que sus personajes entren y salgan de la obra para explicarnos cómo se construye y cómo es su mecanismo interno, o sea, juega a ser relojero metateatral como la mayoría de los dramaturgos actuales. Y de esta manera salta del drama al humor y viceversa, introduce reflexiones morales y políticas sobre el valor balsámico del teatro en tiempos de guerra y hasta se permite rebobinar el desenlace porque no cumple los preceptos dramatúrgicos de la tragedia.
La pieza se desarrolla en varios planos, animada por el tema recurrente de la literatura de los últimos cuarenta años: el poder que tiene la ficción (o sea, las mentiras que se inventa la gente) para defenderse del miedo y luchar contra él. Llevada al contexto de la guerra de Ucrania, encuentra significación.
La comedia parte de una situación parecida a la de la célebre película de Lubitsch, que incluso es mencionada en la obra, aunque sin su brillantez narrativa ni sus irónicos diálogos. Como en la cinta, aquí también tenemos una compañía de actores, la de la autora y directora ucraniana Patricia (Natalia Hernández) y alter ego de Sanzol, que ve estimulante para ella y sus compañeros de grupo montar una obra como forma de combatir la guerra.
La pieza que se propone escribir se llama Pim Pam Putin y es, a su vez, un vodevil delirante de un grupo de música sacra español que ha sido contratado para actuar en Moscú ante Putin. Como en la película, hay dobles e incluso triples identidades. Las pretensiones de la compañía de actores ya lo dejan claro en el título que ensayan y que, por cierto, recuerda a otra película que enfrentaba los estereotipos ideológicos del mundo occidental con el soviético en plena guerra fría: Un, dos, tres, de Billy Wilder.
Pero el desarrollo de la obra de Sanzol es irregular y accidentado. Por momentos parece decantarse hacia el abismo dramático de la guerra, cuando los actores nos hablan de sus padecimientos desde su local de ensayo en Ucrania. Luego remonta hacia la farsa grotesca. Y el desenlace es largo, fatigoso… ¡Dos horas y media!
Llegan los cómicos
Las obras de Sanzol vienen acompañadas del aliciente de ver en acción a su magnífica troupe, su gran familia de cómicos que logra que sus textos y personajes cobren una vida orgánica. Paco Déniz es uno de los mejores cómicos del teatro español, pero no sé con exactitud qué es, aparte de su graciosa fisonomía y su carácter natural, lo que le distingue del resto; se le dan bien los personajes bondadosos y puros, pero sus caricaturas cómicas funcionan mucho mejor cuanto más alejado del sentido común sea el modelo. Se desdobla en varios y con Patrushev, especie de gurú consejero de Putin, logra embriagarnos de risa.
Juan Antonio Lumbreras es otro de la cantera de Sanzol, pero lo suyo es la bufonada y la mueca, está dispuesto a llevarse todos los puñetazos y las tortas, es un actor hiperbólico, su Putin es un auténtico payaso, una marioneta. La primera escena en la que los dos coinciden es uno de los mejores regalos de esta obra.
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La familia es amplia y nos ofrece otros momentos de humor con Javier Lara, Eva Trancón, los jóvenes Julia Rubio (atención a esta actriz) y Pepe Sevilla (ya adscrito al género de por vida), y los que la troupe ha acogido, Pablo Márquez y Maria Moraleja. Y luego están otras dos secuaces de Sanzol muy serias y muy cómicas: Natalia Hernández como protagonista y la temperamental Elena González hacen lo que quieren, pero sería mucho mejor que lo hicieran bajando el volumen de sus voces (o actuando sin micrófono).
Por último, bonito detalle, las canciones que ha escrito Sanzol y a las que ha puesto música Fernando Velázquez y que son intercaladas en algunos momentos logrando un clima poético. Inspiradas en la música sacra barroca, suenan muy bien en las voces del grupo.
Subrayo también la escenografía de Blanca Añón, especialmente al reproducir esos palaciegos y monumentales salones del Kremlin en los que Putin aparece y que hemos podido ver por la televisión.
Ficha técnica
Sala Grande del Teatro Valle-Inclán
Texto y dirección: Alfredo Sanzol
Intérpretes: Paco Déniz (Andriy), Elena González (Taisia), Natalia Hernández (Patricia), Javier Lara (Viktor), Juan Antonio Lumbreras (Petro), Pablo Márquez (Nikolai), María Moraleja (Daryna), Julia Rubio (Olena), Pepe Sevilla (Kyrylo)y Eva Trancón (Oksana)
Escenografía: Blanca Añón
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Vanessa Actif
Música: Fernando Velázquez
Espacio sonoro: Sandra Vicente
Movimiento: Amaya Galeote
Caracterización: Chema Noci
Producción: Centro Dramático Nacional