De Andrés Lima como director me atrae su gran sentido dramático, su dirección de actores, cómo armoniza el trabajo de estos con una plástica escénica moderna y estéticamente potente, pero pertenece a esa categoría de artistas “comprometidos” que se sienten obligados a colarnos siempre sus ideas políticas ya hable de prostitución, economía o fe.
Paraíso perdido, el poema de John Milton que ayer estrenó en el María Guerrero, reúne excelentes mimbres: actores estupendos en un decorado original y efectivo, pero el poético texto de John Milton que enfrenta a Satán con Dios, en laboriosa adaptación de Helena Tornero, lo presenta, como suele ser habitual, desde del agnosticismo y el pensamiento racional moderno y así no hay manera de comprender la obra original. Todo se reduce a una batalla entre un demonio rebelde y un dios pretencioso y totalitario.
Esta puesta en escena bajo el pensamiento de la modernidad tiene un sinfín de referencias al cine de Kubrick, tan dado en su obra a las paradojas filosóficas. Para empezar, Dios es interpretado por un descomunal Pere Arquillué, que recuerda al doctor Strangelove que interpretó Peter Sellars en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Si aquel era paralítico, Arquillué es cojo y usa bastón, lleva gafas como él, y su Dios destila un cinismo desconcertante como el del científico nazi de la cinta dispuesto a acabar con la humanidad.
La imponente voz de Arquillué nos atrapa desde la primera escena, nos guía hasta localizarlo en un lado del escenario, sentado de espaldas al público, lee el texto como un director de teatro moviendo a sus actores sobre la escena. El Dios de Arquillué es un personaje deshumanizado y prepotente. Su antagonista, Satán, lo interpreta una fabulosa actriz, Cristina Plazas, enardecida con el orgullo y el odio y las ganas de venganza que impulsan a su personaje, especie de Prometeo cristiana que prácticamente no sale de la escena.
Inspirado en el jardín del paraíso del Génesis, Milton publicó la obra en 1667, al final de su vida, cuando ya estaba ciego, viejo y pobre y apartado de la vida política. Había sido un polemista infatigable de las filas del puritano Cromwell. Esta obra bebe del Libro de Job, pero Milton convierte a Satán en protagonista, un desobediente que se niega a adorar al hijo de Dios. Esto hizo que Paraíso perdido se considerara un libro revolucionario para su época, nadie antes había explicado la disidencia de Satán en términos de rebeldía, sino que se había achacado a su soberbia y al desafío de querer equipararse con Dios. Con el tiempo, la obra fue muy apreciada por los románticos y poco después por los amantes de lo gótico y la demonología. Y en el siglo XX ha tenido también muchos seguidores; Nick Cave se inspiró en él para el tema Red Right Hand.
El leitmotiv del espectáculo gira en torno a la omnipotencia de Dios y a por qué no emplea su poder para evitar el mal, la guerra, el sufrimiento... Eterna cuestión que sirve de punto de partida del racionalismo del XVIII para invalidar la religión (Rousseau, Voltaire…) hasta nuestros días. La respuesta de Milton es la misma que hoy sigue en vigor: Dios da a los hombres libertad para escoger su destino y de ellos depende seguir el camino de la virtud o del pecado, del bien o del mal.
El argumento es motivo de chanza en el espectáculo, Satán le acusa de jugar con ventaja, Dios conoce de antemano los planes de los hombres y Él ha creado el bien pero también el mal. Lima aprovecha para colarnos imágenes en una pantalla de cuerpos hacinados de las víctimas de la “solución final” nazi, el estallido de la bomba nuclear, campos de refugiados… una sucesión de fotos de conflictos del siglo XX que justifican la desobediencia a Dios.
Cuando Adán (Rubén de Eguía) y Eva (Lucía Juárez) aparecen en el paraíso volvemos a Kubrick, pero ahora a 2001: una odisea del espacio. Antes también han aparecido dos niñas, encarnación de la Muerte y la Culpa, también cantantes, que recuerdan a las gemelas de El resplandor.
Los peores momentos del espectáculo llegan en su parte final. Son aportaciones que Lima suelta para congraciarse con su feligresía: una apología de los comediantes como aguerridos rebeldes hijos de Satán (todo eso de que eran apestados del poder, cuando actuaban a su sombra y siguen haciéndolo), y el oportunista discurso feminista de Eva, algo equiparable a lo que sería darle un grueso brochazo al cuadro El nacimiento de Venus de Botticelli. Si ya resulta difícil entender un cuadro de temática religiosa en nuestros días, no digamos hacer inteligible el lenguaje de la fe desde los escenarios.