Diario de un hombre de éxito (Periférica), título sarcástico más que irónico, narra la historia de un amor, tan fallido como eterno, cruelmente intervenido por el más malhadado factor que puede arruinar una historia de amor: un anecdótico y banal error. En este caso, una carta enviada por la amada, que mandó dos misivas a dos hombres que la idolatraban, al destinatario equivocado: la carta de rechazo llegó al hombre que ella quería, y viceversa.



La narración de Ernest Dowson (1867-1900), escritor londinense, decadente y maldito, que murió joven entre miasmas de tuberculosis y efluvios de alcoholes malos, tiene los arrebatados rasgos de la época: romanticismo trágico envuelto en un conato de goticismo que acoge el escenario medieval de Brujas, las sombras húmedas de las calles, el olor del incienso y de las velas de las iglesias, el cántico sublime de las voces puras y soñadas de las virginales monjas de clausura.



Manoel de Oliveira podría hacer una película perfecta con este relato transido de enfermiza melancolía, pero yo he elegido una frase lateral a la esencia de la narración. El diarista evoca a su amigo y rival en el corazón de la enamorada, del que se ha distanciado con los años por el curso de los pasados acontecimientos, y, a propósito de él, dice: Son pocas las amistades que logran pasar la prueba de la falta de correspondencia.



El atribulado narrador, al mencionar la correspondencia, se refiere a las cartas, al contacto epistolar, eso que ahora no tenemos pero que suplimos, malamente, con la comunicación electrónica, con el encuentro en las redes.



Pero, por algún motivo, y amparándome en la idea de la correspondencia, he pensado en otra cosa: la correspondencia en la amistad-como en el amor-, el ser recíproco y constante en el tráfico de ida y vuelta del afecto y sus manifestaciones. Y sus detalles. Las cartas, no. Los hechos. Ya lo sé, es consejo de consultorio dominical sobre relaciones personales. Pero lo cierto es que sin correspondencia afectiva, materializada en gestos y acciones, no hay amor ni amistad posibles, y es frecuente no poner cuidado en ello, y confiar en la inercia consolidada de las relaciones, en la iniciativa del otro como nutriente del calor amistoso o amoroso. Sin embargo, actuando así, como pared, con pasividad, como receptor y no como agente, tarde o temprano, no hay amor ni amistad que no entre en fase agónica. Vale, Elena Francis no lo hubiera dicho mejor (o sí, el colmo).