La exposición de William Blake (1757-1827), en CaixaForum de Madrid, es, en verdad, alucinante. Por una vez, se puede emplear ese adjetivo hiperbólico, de curso habitual entre adolescentes y perezosos del lenguaje, pues la imaginería de Blake parece surgir de un alucinado a tiempo completo. Provenga de El libro de Job, de La Divina Comedia o de la Pasión de Jesucristo, la alucinación parece haber sido la mediación necesaria para crear esa agitación flamígera y ese movimiento tempestuoso que recorre las visiones fantasmáticas de los cuadros y de los grabados de Blake, un torbellino de fuerzas y de energías espectrales que chocan, se desgarran y se desangran en un operístico espectáculo de muerte, violencia y erotismo.



Un tipo calculadamente heterodoxo, pero en el fondo moderado, como Gilbert Keith Chesterton, que le dedicó una biografía, avaló su religiosidad y su misticismo, pero, como pensaron muchos de sus contemporáneos, es difícil hurtarse a la idea de que la cabeza de Blake no patinara más de lo aconsejable para mantener el equilibrio: derrapaba hacia la aguda genialidad de los pocos que sirve para iluminar a los muchos.



Esto se comprueba leyendo al poeta, cuajado de simbolismos y de audaces transgresiones de la moral compartida. He leído los aforismos, versos y "visiones memorables" de uno de sus principales libros, El matrimonio del Cielo y del Infierno. Hay ediciones en Cátedra y Renacimiento, por lo menos.



Llama la atención la furia de sus invectivas contra la represión del deseo. La moral religiosa, la ley y la educación nos conminan a reprimir el deseo, pues es orden superior y condición para el orden de los inferiores. Va en beneficio, dicen, de la convivencia. La razón, en definitiva, aconseja también la represión del deseo, piedra de toque del hombre racional, razonador y razonable. Los moralistas no especifican jamás que el único deseo razonablemente reprimible es aquel que no cuente con la aquiescencia del otro implicado, el objeto del deseo, su sujeto pasivo o su corresponsal activo.



William Blake decía que no se debía reprimir el deseo. Particularmente, el deseo sexual. Hay en ese libro dos aforismos de inusitada virulencia -por las comparaciones que contienen- contra la represión del deseo.



Uno: "Antes asesina a un niño en su cuna que nutras deseos que no ejecutes".

Dos: "Aquel que desea pero no obra, engendra peste".



Se diría que el primero contiene una recomendación práctica: no alimentar, no engordar deseos, sexuales o no, que uno sabe que no va a (¿poder?, ¿deber?) satisfacer. El segundo apunta a las consecuencias de la insatisfacción del deseo: la peste. El deseo reprimido se expande como una nube invisible y tóxica -humo y gas fétidos y corruptores- que, más allá del individuo, salta al aire, se desplaza, contagia, trastorna y hace enfermar a todos.