La editorial Pre-Textos ha tenido a bien ofrecernos una de las novelas del año, aunque casi tenga dos décadas. Se trata de A salvo en la cocina, de la escritora dublinesa Aisling Foster, perfectamente desconocida hasta ahora en las estanterías españolas.



Nacida Doleman O'Connor, en 1949, Foster toma el apellido de su marido, el historiador oxfordiano Roy Foster, también irlandés, considerado un revisionista de la historia de su país.



La novela acoge, como telón de fondo, el discurrir de Irlanda entre 1916 y 1970, y no es nada complaciente con las ideas del nacionalismo independentista que finalmente logró desgajar el sur de la isla del dominio británico. Foster tira con bala fina contra el apego a las tradiciones superadas, al mundo rural y a la beatería religiosa de los héroes de la independencia y perfila, en segundo plano, un retrato antipático y adusto de Eamon de Valera, el líder del Sinn Fein y del IRA, que condujo al país a la secesión -tras pelear con los ingleses y librar una guerra civil- y fue tres veces presidente del nuevo estado. Leyendo a Foster no es difícil evocar el talante y la mentalidad de algunos de nuestros nacionalismos históricos.



Pero, siendo muy importante, no es éste, a mi juicio, el aspecto más elocuente de A salvo en la cocina, que narra la historia de una tremenda decepción y de una terrible soledad. Rita, la inicialmente joven protagonista del relato, se enamora de un hombre mayor que ella, un idealista y valiente luchador por la independencia irlandesa, que, después de cárcel y continuos riesgos para su vida, llegará a ser ministro con el citado De Valera.



La chica es, en principio, un poco tonta, una burguesita de Dublín, educada en el confort familiar y en el desinterés por la política. Subyugada por la luz que irradia el valiente combatiente clandestino, se casará con él y pagará cara su decisión y su largo proceso hacia el esclarecimiento de la vida y hacia la maduración personal.



El atractivo luchador estará casi siempre fuera de casa, al servicio militante de su causa, y cuando recale en el hogar, como en un hotel o pensión, se comportará como un hombre taciturno, hosco, machista, progresivamente autoritario y colérico, torpe, desinteresado de ella frente al alto vuelo de su misión histórica, insoportablemente beato y muy soso en la cama, salvo cuando le acomete la urgencia sexual, siendo entonces desconsiderado e incluso violento.



En esta veta de la novela, es probable que el interés de Foster no sea sólo el de caracterizar a un hombre de determinada ideología política, sino el de extenderse a un arquetipo masculino que, siendo más genuino del meollo central del siglo XX, todavía colea con su incomprensión de la intimidad y de la psicología femeninas y con su desentendimiento de la casa y de los hijos.



En la casa y en los hijos, aunque sean también su condena ineludible, se refugia Rita, conforme pasan los años, intentando que el territorio de su destierro se reconvierta en el bastión que guarda su mundo personal en crecimiento.



El título de la novela, A salvo en la cocina, alude -con triste ironía- al estrecho reducto en el que Rita ve pasar el tiempo, sola y decepcionada. Sin embargo, Aisling Foster pone ese terreno en relación estrecha con una trama de intriga, que, en realidad, es un falso señuelo para retener -no hace falta y, a veces, sobra- la atención del lector. En la cocina, en una caja fuerte, Rita custodia nada menos que las joyas de la zarina Alexandra, la esposa del zar Nicolás II, fusilada con su imperial familia por los bolcheviques, tesoro que cuida como resultado de un pacto que De Valera y su marido hicieron, en una gira por los Estados Unidos, con los miembros de una legación soviética.



Esas joyas parecen representar en ocasiones, y no sin provocar cierta extrañeza en el lector, la evocación de la perdida feminidad burguesa de Rita, de la tópica y convencional aspiración de una mujer de buena familia al lujo y al brillo social, pero no es menos cierto que también le traen el recuerdo afectivo de una experiencia irrepetible, turbadora e interrogante: sus efímeros escarceos sexuales con Nina, una revolucionaria, componente de la mencionada delegación comunista, con la que Rita trató -y vibró- cuando acompañó a su marido a Norteamérica.



Como se ve, A salvo en la cocina, engarza varias capas de argumento y de significados y lo hace con fluidez y sin tropiezos, con gran agudeza para la introspección y excelente mano para la descripción de escenas y situaciones. Con un humor de perfil bajo que lleva, pese al patetismo del conjunto, incontables veces a la sonrisa. Y, además, los personajes principales -Rita y su marido- aparecen inscritos en un conjunto casi coral en el que hay otros protagonistas magníficamente construidos: los padres y la repelente hermana menor de Rita y, no digamos, Mary, su desnortada y ambiciosa amiga de siempre.



El meollo de la novela y su fuerza dramática residen en las desasosegantes relaciones entre Rita y Frank, su marido. Ahí se encuentran también algunas de las observaciones más perspicaces y duras del libro, las de alcance -matices aparte- más universal, pues apuntan al enorme desencuentro en el que tantas veces consiste una relación de pareja.



Un botón de muestra. El tal Frank es ya un hombre público, un político conocido, un hábil negociador.



Y el narrador escribe sobre Rita: A juzgar por lo que publicaban los periódicos, su marido conseguía comunicarse con las personas más insospechadas, salvo con ella.



He aquí uno de los abismos de la pareja: cuando uno percibe y comprueba que el otro tiene dos caras, la que muestra, entre la admiración general, en sus asuntos y en sus relaciones del exterior y la que deja ver, apagada o torva, en el trato entre cuatro paredes con la persona que supuestamente ama.