Uf, fuerte. No teníamos mucha idea reciente en España de Joyce Mansour (1928-1986), salvo por la publicación de tres poemarios reunidos en Gritos, desgarraduras y rapaces (Ígitur, 2009). Judía y británica, criada en El Cairo y residente en París, desde 1953, por su segundo matrimonio, Joyce Mansour, mujer muy atractiva y mundana, vinculada al surrealismo tardío, fue sobre todo poeta y escribió principalmente en francés.



Periférica acaba de publicar Islas flotantes, título irónicamente tomado de un dulzón postre de clara de huevo y azúcar, novela, por así decirlo, que forma parte de su díptico narrativo Histoires nocives, editado por Gallimard en 1973.



Fuerte, ya digo. La narradora, en primera persona, entra en un hospital para atender a su padre con cáncer y, sin que se comprenda muy bien, acaba ingresada con la misma enfermedad.



Acabo de ver en San Sebastián Amour (2012), de Michael Haneke, magistral y terrible película sobre la vejez y la muerte, que nada tiene que ver, con su sobrio humanismo, con este relato espeluznante sobre “el olor de la senilidad”. La escatología de la enfermedad mortal y de los cuerpos, algo así como la animación insoportable del universo pictórico de un Lucien Freud, más los tubos, las cánulas y los orinales. Se huele, salpica.



“Todos los caminos, tarde o temprano, conducen al hospital”, escribe Mansour con una lucidez heladora que, desde luego, no nos alegra el día.



Mansour es implacable con la podredumbre de los enfermos terminales y también con la desenvoltura de los médicos y enfermeras. “El mejor enfermo -llega a decir- es el que posee el don de hacerse olvidar en la estacada”.



Obsesionada con la muerte y con el espantoso deterioro final, la narradora se entrega, sin embargo, a una improbable y frenética actividad sexual en el hospital, y los demás con ella, todo ello descrito en una atmósfera de pesadilla, efectivamente onírica, servida con tanta brutalidad como ordinariez. El dramatismo es extremo.



Como novela presunta, no puede decirse que Islas flotantes responda a un esquema clásico. No. Tiene un pie en el diarismo autobiográfico y otro en el ensayismo. Las ideas y la narratividad se amalgaman en un todo sin tregua que exhibe una escritura poética feroz, una intensidad lírica atroz que se sustancia en líneas, párrafos y páginas de desbocada creatividad plástica y de lenguaje.



El clítoris: “el piñón esculpido de nuestro friso”. Aquí está la poeta con una visión negra y sórdida de la vida, de la muerte y del cuerpo. Fuerte, insisto.



Pero ahora, dicho todo esto, que había que decir, me iré un poco por las ramas. La autora incluye citas que esbozan una deriva ensayística. Una es esta: “Como dice Jung: “El fanatismo anida únicamente en aquellos que tienen dudas que ahogar”.



Puede que esta observación no responda siempre a la realidad, pero no está mal vista. Fanáticos religiosos, políticos y, en definitiva, moralistas sobreactúan no pocas veces a fin de tapar, revertir o ahogar sus miserias, sus dudas, sus contradicciones y sus inconsecuencias.