Arthur Schnitzler (1862-1931) alcanzó un notable éxito a finales del XIX y en el primer tercio del siglo XX como novelista y como dramaturgo. Judío vienés, de familia muy rica e ilustrada, sus argumentos exploran los recovecos oscuros de los amores difíciles. Buen constructor de tramas con perfiles folletinescos, la crítica ha reconocido sus facultades para la penetración psicológica, su conocimiento del alma humana, que se dice.
Confirmadas por el cine -de Max Ophüls al último Stanley Kubrick (Eyes Wide Shut)-, las novelas cortas de Schnitzler se vienen reeditando con asiduidad en castellano, con la editorial Acantilado como tenaz artífice de su recuperación en los últimos años, en paralelo a la rehabilitación de otro escritor judío vienés, Stefan Zweig. Fueron amigos, y sus obras presentan no pocas coincidencias.
Marbot Ediciones acaba de publicar Doctor Graesler, médico de balneario (1917), que permanecía inédita entre nosotros, obra menor si se compara con La ronda (1897, teatro), Camino a campo abierto (1908) o Relato soñado (1926), pero que participa ampliamente del encanto sombrío que gusta a los lectores de Schnitzler, que fue médico de profesión y estuvo muy interesado por el psicoanálisis.
El doctor Graesler, soltero cuarentón con tendencia variable hacia la misantropía, ejerce en el balneario de una agradable y pequeña localidad austríaca -y en los inviernos, en Lanzarote-, y su vida parece marcada por la rutina, el egoísmo, la decepción y la melancolía. Pero un buen día conoce a Sabine, una veinteañera que reclama sus servicios para atender a su padre, y el doctor Graesler va a experimentar una reactivación de sus constantes vitales y sentimentales que le llevará, por un camino sinuoso en el que aparecerán otras mujeres, a una transformación de opinable resultado.
Schnitzler es un escritor muy plástico y detallista, tanto cuando describe el exterior como el interior, y no hay duda de que dispone de habilidad literaria y conocimiento de la vida para interesar al lector con la progresión azarosa y cambiante de las peripecias de sus bien modelados personajes.
El padre de la tal Sabine, que acabó siendo guardabosques, fue cantante en tiempos pretéritos, y de tal etapa le quedó una mentalidad artística, liberal e, incluso, un poco tarambana, hasta el punto de lamentar que su querida hija desdeñara en su día una posible carrera teatral y musical y optara por profesar como enfermera.
Graesler, ya interesado por Sabine, comenta con su padre que la muchacha "tiene un alma verdaderamente pura", y el padre, añorando su propia vocación bohemia, le sorprende con un comentario que no se espera de un padre convencional: "¡En efecto, la tiene! Pero qué significa eso, amigo mío, frente al inmenso provecho de conocer la vida en todos sus altibajos. ¿No es mejor esto que preservar la pureza del alma?".
Extrapolando las sorprendentes palabras de un padre que no parece sentirse satisfecho con el elogio a la pureza del alma -y, seguramente, como así es, del cuerpo- de su hija, lo que el buen hombre dice apunta a un asunto de amplio interés. ¿Es mejor vivir y conocer la vida con todas sus experiencias, devaneos, dolores, tropiezos y errores -y placeres y alegrías, claro- o mantenerse siempre en un centro de gravedad, inocencia, equilibrio, virtud, serenidad y quién sabe si coherencia? La duda ofende. Y sin embargo...
Confirmadas por el cine -de Max Ophüls al último Stanley Kubrick (Eyes Wide Shut)-, las novelas cortas de Schnitzler se vienen reeditando con asiduidad en castellano, con la editorial Acantilado como tenaz artífice de su recuperación en los últimos años, en paralelo a la rehabilitación de otro escritor judío vienés, Stefan Zweig. Fueron amigos, y sus obras presentan no pocas coincidencias.
Marbot Ediciones acaba de publicar Doctor Graesler, médico de balneario (1917), que permanecía inédita entre nosotros, obra menor si se compara con La ronda (1897, teatro), Camino a campo abierto (1908) o Relato soñado (1926), pero que participa ampliamente del encanto sombrío que gusta a los lectores de Schnitzler, que fue médico de profesión y estuvo muy interesado por el psicoanálisis.
El doctor Graesler, soltero cuarentón con tendencia variable hacia la misantropía, ejerce en el balneario de una agradable y pequeña localidad austríaca -y en los inviernos, en Lanzarote-, y su vida parece marcada por la rutina, el egoísmo, la decepción y la melancolía. Pero un buen día conoce a Sabine, una veinteañera que reclama sus servicios para atender a su padre, y el doctor Graesler va a experimentar una reactivación de sus constantes vitales y sentimentales que le llevará, por un camino sinuoso en el que aparecerán otras mujeres, a una transformación de opinable resultado.
Schnitzler es un escritor muy plástico y detallista, tanto cuando describe el exterior como el interior, y no hay duda de que dispone de habilidad literaria y conocimiento de la vida para interesar al lector con la progresión azarosa y cambiante de las peripecias de sus bien modelados personajes.
El padre de la tal Sabine, que acabó siendo guardabosques, fue cantante en tiempos pretéritos, y de tal etapa le quedó una mentalidad artística, liberal e, incluso, un poco tarambana, hasta el punto de lamentar que su querida hija desdeñara en su día una posible carrera teatral y musical y optara por profesar como enfermera.
Graesler, ya interesado por Sabine, comenta con su padre que la muchacha "tiene un alma verdaderamente pura", y el padre, añorando su propia vocación bohemia, le sorprende con un comentario que no se espera de un padre convencional: "¡En efecto, la tiene! Pero qué significa eso, amigo mío, frente al inmenso provecho de conocer la vida en todos sus altibajos. ¿No es mejor esto que preservar la pureza del alma?".
Extrapolando las sorprendentes palabras de un padre que no parece sentirse satisfecho con el elogio a la pureza del alma -y, seguramente, como así es, del cuerpo- de su hija, lo que el buen hombre dice apunta a un asunto de amplio interés. ¿Es mejor vivir y conocer la vida con todas sus experiencias, devaneos, dolores, tropiezos y errores -y placeres y alegrías, claro- o mantenerse siempre en un centro de gravedad, inocencia, equilibrio, virtud, serenidad y quién sabe si coherencia? La duda ofende. Y sin embargo...