Ediciones La uÑa RoTa acaba de publicar, por primera vez en castellano, una rareza extraordinaria de uno de los escritores más personales y con voz más propia del siglo XX. Se trata de Diario de 1926, del suizo Robert Walser (1878-1956), que ni es un diario, ni tampoco un dietario, ni mucho menos una novela, aunque el autor especule con la posibilidad de que su texto, pergeñado en una veintena de días -a lápiz y en hojas de calendario- pueda ser cualquiera de las tres cosas, las tres a la vez y ninguna de las tres. La fusión y confusión de géneros no es, claro, cosa de hoy.



El artífice de las magistrales Los hermanos Tanner (1907) y Jakob von Gunten (1907) vivía en Berna, muy aislado, dedicado a sus “paseítos”, sin apenas ver a nadie y escribiendo sus casi indescifrables -por la letra- “microgramas” y encarando la recta final que le llevaría a perderse, durante casi tres décadas -se dice pronto-, en sus silenciosos o ruidosos laberintos interiores hasta morir en un psiquiátrico.



Walser anuncia que quiere hacer algo que sea de interés, abordando el propósito de poner el “yo” en primer plano, de contar desde la experiencia del “yo” -desde su propia y escasa experiencia de esos días-, y a ver qué sale.



Lo que va saliendo es un conjunto de devaneos y reflexiones, a saltos, perdiendo y reencontrando el hilo, cambiando bruscamente de temas que aparecen y desaparecen, y todos los indicios apuntan a que, a la postre, lo más concreto que desea comunicar el escritor es su enamoramiento de una mujer llamada Erna, el “tú” más nítido en esta zigzagueante excursión del “yo” y por el “yo”.



Pero héte aquí que, lejos de extraviarse en la nada y para nada, Walser consigue encadenar, primordialmente, un brillantísimo conjunto de pensamientos en torno a lo que escribe -conforme está en construcción- y a la escritura misma, de manera que sus páginas resultan del máximo interés para lectores y escritores, para cualquier amante de la buena literatura.



Walser da pinceladas sobre su vida y su carácter, sobre sus costumbres y modo de ser, y lo hace -como todo lo demás- con un enorme sentido del humor que crece y crece -o se hace más perceptible- conforme nos adentramos en el texto y lo acompañamos con regocijo y mejor comprensión, a su ritmo, aceptando su naturalidad (aunque no sea la nuestra).



Dice Walser: “Considero que el hombre que escribe o el criado que está al servicio de la escritura escribe con la máxima seguridad y sin la menor preocupación si lo hace con alegría, de buena gana, esto es, con verdadero gozo y de mil amores, si, al escribir, sobrevolando numerosos contratiempos, que quizá podrían ser comparados con una especie de precipicios, halla un placer, y un placer, además, sumamente raro y exquisito”.



Contratiempos y precipicios, sí. Nadie ha dicho que la tarea de escribir no esté acechada por dificultades y peligros. Frente a quienes sólo parecen ponderar el oficio de escritor como sufriente y doliente, me ha gustado mucho que Walser -precisamente él- recomiende la alegría, la buena gana y el gozo como actitudes posibles para que la escritura sea un placer, y no un martirio, una heroicidad o una pejiguera.