Está accesible el relato más célebre de Camillo Boito (1836-1914), Senso, en ediciones de Cátedra y, más reciente, de Trama. La popularidad de Senso fue impulsada, sin duda, por la adaptación cinematográfica de Luchino Visconti, en 1954, con Alida Valli y Farley Granger.
Senso arranca en Venecia durante una representación de Il Trovatore en el Teatro La Fenice, y narra la pasión adulterina de una condesa por un oficial austríaco ocupante, doble traición al matrimonio y a la patria, abocada a la muerte y a la locura.
Venecia y la música son protagonistas de dos narraciones de El color de Venecia, editado ahora por Gadir, donde también hay alusiones a las óperas de Giuseppe Verdi y donde también se cuelan el delirio mental y los amores trágicos en los dos textos estrictamente narrativos del volumen, El maestro del setticlavio y El demonio mudo, mientras que el que da título al libro y Cuatro horas en el Lido son preciosistas e hiperliterarias viñetas sobre diversos escenarios venecianos. El esteticismo y el romanticismo son los factores que vincularon a Boito al movimiento conocido como la “Scapigliatura”.
Boito fue un escritor a tiempo parcial y de obra breve, pues su actividad esencial –como docente, teórico y creador- fue la arquitectura, actividad en la que alcanzó gran renombre y perdurabilidad por su dedicación a la conservación y restauración de edificios históricos.
En El maestro del setticlavio, la última de sus narraciones publicadas, en 1891, la desesperada entrega de un músico a sostener y difundir el método de notación musical aludido en el título se entrevera, sobre un fondo coral y agitadamente urbano, con los fatales amores de una jovencita inexperta hacia un resabiado cantante. La esplendorosa prosa de Boito alcanza su plenitud plástica en algunas descripciones tumultuosas como es el caso de la celebración veraniega de la fiesta del Redentor en el canal de la Giudecca.
El demonio mudo, en el que el paisaje adquiere gran relevancia, es un relato mucho más reconcentrado que gira en torno a la historia tragicómica –más trágica que cómica- de una guitarra, y tiene ecos de Poe e incluso del terror romántico de Stevenson.
En El maestro del setticlavio hay muchos comentarios directos e indirectos –con pullas a Verdi- acerca de la actualidad y el devenir –a mediados del siglo XIX- de la música. El estreno de una misa, en un templo, divide al público entre conservadores y retrógrados. La omisión en la partitura de la entonces preceptiva fuga indigna a una minoría de los asistentes, y alguien dice: “Entonces, adiós a la música religiosa. Total: lo que importa es hacer bailar a la gente, aunque sea en la iglesia”.
El rechazo a las novedades no es de ahora, sabido es, sino una constante en la Historia del Arte, pues siempre hay quien piensa que las cosas tienen que ser como son, o sea, como vienen siendo. Esto aparte, el anónimo comentario apunta a otra constante: la sustitución de la música sacra en los templos por una bulliciosa y banal jarana, a ser posible guitarrera, con el objetivo de reanimar a la decaída feligresía.