Descubrí al escritor australiano Kenneth Cook (1929-1987) hace dos años, cuando Seix Barral editó Pánico al amanecer (1961). Había visto la excelente versión cinematográfica de Ted Kotcheff, con el inolvidable Donald Pleasence, Despertar en el infierno (1971) –que sigue absurdamente inaccesible en DVD en España-, pero no había tenido oportunidad de leer la novela. Impresionante. El viaje del profesor Grant, desde un pueblo del desierto a Sydney, se convierte en una angustiosa pesadilla poblada de violentos borrachos y sanguinarios cazadores, que alcanza una dimensión física insoportable y, lo que es peor, metafísica, pues mucho hay en el libro de metáfora de la agonía existencial.
Por las mismas fechas, me topé con los cuentos de El koala asesino (1987) y, como es natural, me precipité a leerlos sumergiéndome en una piscina de humor sardónico y desopilante. Reí a mandíbula batiente, como pocas veces con un libro.
¿Pero cómo podía ser que Kenneth Cook fuera el autor de ambas obras, tan diferentes? ¿O no eran tan diferentes? El desatado humor de los cuentos nada tenía que ver en apariencia con la sombría y ardiente oscuridad de la novela, pero, además de un paisaje y un paisanaje comunes, la escéptica, pesimista y atroz mirada hacia los individuos y hacia la sociedad unían los dos libros. Por no hablar de su precisa y afilada escritura.
Sajalín Editores, después de El koala asesino, ha editado las otras dos colecciones de cuentos que completan la trilogía, subtitulada Relatos humorísticos de la Australia profunda. Acabo de devorar El canguro alcohólico y aguardo con impaciencia el momento de leer El lagarto astronauta.
En los desolados e inhóspitos territorios del Outback –el infinito desierto australiano- y en otros parajes, el narrador vuelve a vérselas con animales terribles –agresivos, impredecibles, malintencionados, altamente hostiles-, si bien no menos perturbadora, catastrófica, absurda y peligrosa es la actitud de los sujetos que también se cruzan en su camino, a veces con la misión imposible de contribuir a la solución de los problemas, tarea que casi siempre se salda con su agudo empeoramiento.
Las historias vuelven a ser divertidísimas: lagartos que espeluznan y provocan el desmayo del piloto de una avioneta con aterrorizados pasajeros; una rata dispuesta a devorar en una cabaña de montaña a un excursionista que trata de protegerse de una tormenta de nieve; un canguro aficionado a la bebida que balda a mamporros a su complaciente propietario; una partida de socorristas que está a punto de hundir en el mar a los tripulantes de un barco accidentado a los que debe auxiliar; un malvado avestruz cuyo pico hace añorar la sierra mecánica del loco de La matanza de Texas... Todos los cuentos hacen reír a lágrima viva –antes y después de haber temblado-, pero mi favorito es uno en el que no salen animales: La rueda de la fortuna, descacharrante sátira a cuenta de un restaurante instalado sobre una plataforma giratoria, actualísima burla de las novedades gastronómicas y arquitectónicas de diseño.
Pero Cook, ya digo, no tiene un buen concepto de la fauna humana. Dice: “La mayor muestra de la sabiduría militar jamás concebida es el dicho ‘Nunca voluntario de nada’, de lo que se sigue que todo voluntario de cualquier cosa será con mucha probabilidad un loco de atar”. También escribe: “Las buenas obras, según he podido comprobar, están cargadas de peligro, y la disciplina es enemiga de la inteligencia”. A continuación, los relatos de Cook ilustran estas frases que adquieren categoría de axiomas.
Cook sigue sin excepción la técnica de colocar al inicio de sus cuentos un primer párrafo breve que captura al lector y hace inevitable que siga leyendo. Así, por ejemplo, escribe: “Terry era un tipo esbelto y diligente de unos cuarenta años, con cabellos ralos de color zanahoria, unas cejas pobladas, y una sonrisa angelical de niño del coro que usaba para engañar a quienes desconocen las sonrisas angelicales de niño del coro”.
¿Cómo no seguir leyendo?, ¿de qué trapacerías no será capaz el tal Terry con su sonrisa angelical de niño del coro? La lectura de lo que viene a continuación jamás defrauda. Mucho se ha escrito sobre la conveniencia de empezar todo relato con un primer párrafo magnífico y excelso que aspire a figurar en las antologías de primeros párrafos magníficos y excelsos de la Historia de la Literatura. Existen, ciertamente, y también existen ya esas antologías. Desde luego, y aunque la bondad de un primer párrafo no garantice nada, parece tonto aconsejar lo contrario. Cook resuelve la papeleta –y atrapa- con la brillantez humilde que acaso sea propia de los grandes humoristas que, a la vez, son grandes escritores. De los más grandes.