[caption id="attachment_302" width="150"] Muriel Spark[/caption]
Sigo manteniéndome fiel a Muriel Spark (1918-2006), desde que la descubrí con mucho retraso en El asiento del conductor (Contraseña). Leo todo lo que pesco de ella. Ahora le toca el turno a Robinson (1958), una de sus primeras novelas, que ha editado, con venta en España, la editorial argentina La Bestia Equilátera, que la cultiva mucho. Es la tercera vez, en año y medio, que escribo aquí de Spark. No se ha visto cosa igual. Antes me ocupé de La intromisión (La Bestia Equilátera) y de La abadesa de Crewe (Contraseña).
La escritora escocesa cuenta esta vez la historia de una mujer británica, January Marlow, que, en 1954, en el curso de un vuelo hacia las Azores, sufre un accidente de avión y da con sus huesos en una pequeña isla, habitada en solitario por un tipo extraño, llamado Robinson, y por su no menos rarito hijo adoptivo, Miguel. La tripulación y el pasaje de su avión han muerto en el choquetazo, y January ha sido auxiliada por el tal Robinson, al igual que los otros dos únicos supervivientes: el inquietante Tom Wells, editor de una revista más bien esotérica, y el más banal Jimmie Waterford, un rubio con el que January estableció una relación empática en el curso del vuelo y que parece que no le desagrada. January, tres hombres en tensión a discernir y un niño peculiar en una isla desierta y perdida, sólo visitada, una vez al año, por un barco con los recolectores de las granadas que Robinson cultiva, proveedores, a su vez, de lo necesario para la supervivencia del enigmático y hosco solitario.
Robinson, su isla volcánica y su hijo adoptado son, claro, un trasunto libre de Robinson Crusoe y Viernes, y Spark hace un comentario, entre irónico y siniestro, sobre el mito del náufrago creado por Daniel Defoe y la idealista poética de su aventura como superviviente. Pero con Wells, Waterfod y January –la narradora que se apoya para su relato en el diario que fue escribiendo- han llegado a la isla presuntamente idílica los quebrantos y malestares de la sociedad llamada civilizada, y no tardarán en aflorar conflictos de intereses –que Spark construye sin prisas-, abocados a la violencia e incluso al crimen, que la escritora dosifica con manejo hábil de la intriga y los caracteres psicológicos.
No es una novela, ciertamente, tan brillante y fulgurante como las que había leído hasta ahora de Spark. Fue una de sus primeras narraciones largas, tras haber debutado en el ensayo y la poesía. Pero tiene destellos formidables, buenos diálogos, una atmósfera claustrofóbica y, en January, un poderoso y complejo retrato femenino.
Spark, íntima de Graham Greene y miembro de los servicios de Inteligencia ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, con un matrimonio roto y un hijo con quien mantuvo una relación estruendosa, no fue una mujer al uso. Acabó en la Toscana, conviviendo durante más de treinta años con una amiga.
De padre judío, Muriel Spark se convirtió al catolicismo cuatro años antes de escribir Robinson, y su novela pone en evidencia no pocas de sus preocupaciones teológicas de entonces, algo relativo a los procelosos fondos del mal y de la culpa, de la oscuridad y de la luz, aunque siempre funciona como un argumento con amenaza e incógnita crecientes.
Al comienzo de su desasosegante peripecia en la isla, January dice: “Quería volver a casa, aunque no deseaba no haberme marchado nunca”. Eso define a January y, por supuesto, a Spark. Uno puede querer volver a casa, y más cuando está en una situación complicada, pero nunca pensar que hubiera hecho mejor si no se hubiera puesto en movimiento, si no hubiera abandonado las cuatro paredes de su hogar. Es toda una filosofía de la vida: acción, movimiento, ir a otra parte, medirse, correr algún riesgo.