¿Qué tenía en la cabeza este hombre? Desde que Acantilado, siguiendo la estela de Tusquets, viene reeditando a Georges Simenon (1903-1989), con el resultado de resituar su obra junto a los grandes de la literatura –tarea que todavía se topa con reticencias-, he releído El gato y he leído Las hermanas Lacroix, ninguna de ellas protagonizada por el comisario Jules Maigret, que le daría fama universal y duradera al escritor belga.
La asfixiante y vidriosa angustia existencial que emana de los dos títulos citados se queda corta ante el sofocante clima moral en el que se desenvuelve La nieve estaba sucia, título que evoca la inevitable putrefacción de toda pureza e inocencia.
La acción transcurre en una ciudad ocupada por los nazis, cuyo protagonismo se materializa más bien en la sombra. En la sombra de una novela que es prácticamente todo sombra y oscuridad, apenas modificadas por algunos tenues y fugaces destellos de lumínica virtud.
El personaje principal es Frank, un joven de diecinueve años, un nihilista sin orientación en estado puro, capaz de matar, ultrajar y corromper sin que ninguna norma ética ni sentimiento hacia nadie –ocultos en el pozo negro de su alma- le hagan parpadear. No conoce ni la compasión ni la ternura hacia los demás y se revuelve como un felino furioso si alguien pretende u osa pasarle una mano por el lomo.
En ausencia de su padre –posible causa de su desnortado proceder-, Frank vive con Lotte, su todavía joven madre en el burdel que ella regenta camuflado en un salón de manicura. En el miserable, opresivo y abyecto aire de la ocupación, Frank se desenvuelve, por antros y callejones, en un violento mundo de delitos y fechorías, mientras se comporta como un depredador sexual.
Pocas veces fue tan lejos Simenon –devorador de amantes en su vida personal- en la creación detallada de una atmósfera extrema de morbidez sexual que, con la violencia y la pobreza, y con la degradación ética, crea en La nieve estaba sucia un insoportable y pesimista paisaje, no ya el propio de una novela policíaca o criminal, sino, como también puede brindar esta adscripción genérica, de una novela mayor, que, por su realismo, hace pensar en los atribulados escritores rusos del XIX.
El talento de Simenon, inmenso y, al parecer, no evaporado por el carácter rápido y prolífico de su constante producción, brilla en todos los frentes: en la construcción y seguimiento de un amplísimo conjunto de personajes; en el desarrollo estructural de la frondosa trama; en las puntillistas y escuetas descripciones de ambientes, acciones y perfiles psicológicos y, por supuesto, en sus formidables y vertiginosos diálogos.
A propósito de Frank, escribe Simenon: “En la calle, el gentío siempre le da un poco de miedo. A la luz de los escaparates o de las farolas de gas, uno ve pasar caras demasiado pálidas, de facciones cansadas, y algunos ojos tienen una expresión ausente o huraña. La mayoría son indescifrables. Los más terribles son los ojos muertos, y cada vez hay más gente que tiene los ojos muertos”.
Son líneas magistrales, creo. Y tremendas. Es literatura, pero podríamos creer que estamos contemplando uno de esos desoladores y tumultuosos cuadros de algún expresionista alemán. Rostros pálidos, cansados, ausentes, indescifrables. Ojos muertos. El retrato de una sociedad enferma por dentro y por fuera.