Emmanuel Carrère, 'El bigote' y la locura
Desde que leímos, con creciente horror, El adversario (1999), sabemos que los personajes de Emmanuel Carrère (París, 1957) viven con frecuencia en una situación límite –fingir una vida inexistente, llevar durante años una doble vida-, lo que les sitúa al borde la locura, contagiando al lector una angustia insoportable, que se incrementa al percibir que la inestabilidad del personaje exige al escritor un esfuerzo sostenido de lógica y de coherencia que, tememos, puede derrumbarse en cualquier momento.
Ahora Anagrama recupera El bigote (1986), una de las primeras novelas del escritor y cineasta francés, y volvemos a vivir con su protagonista una situación desquiciante.
Un tipo, arquitecto, vive desde hace cinco años felizmente casado con Agnès, editora. Se quieren, disfrutan del sexo, llevan una vida acomodada e ilustrada. Él decide afeitarse su poblado bigote y, cuando su mujer regresa a casa para salir a cenar juntos con unos amigos, ella no dice nada, no advierte ningún cambio en su aspecto. Los amigos, tampoco.
Agnès tiene tendencia a las bromas elaboradas y pesadas, y el hombre piensa que, con la complicidad de sus amigos, le está tomando el pelo. Pero pasan las horas, y la situación no evoluciona. Mejor dicho, empeora: Agnès dice que él nunca ha llevado bigote. ¡Ya está bien! Como broma, está resultando demasiado larga y, por qué no decirlo, peligrosa y desestabilizadora. ¿Se ha vuelto loca Agnès?, ¿y los demás? ¿O es él quien se está volviendo loco? ¿O acaso todos pretenden que pierda la razón?, ¿con qué fin?
Este es el planteamiento inicial. A partir de aquí, todo se complica. Carrère maneja admirablemente los pasos siguientes. Se crea una atmósfera de intriga criminal, psicopática, pero, al mismo tiempo, el escritor, de momento, va contando una historia de amor, con sus flaquezas.
Las salidas y las soluciones que se le van ocurriendo al lector para desmontar y aclarar el formidable enredo son abordadas casi simultáneamente por Carrère, que conserva el control lógico de tan disparatada situación. Pero cada nuevo paso razonable ahonda en la sinrazón, en la pesadilla. ¿Qué sucederá?, ¿qué está pasando?, ¿cómo acabará todo?, ¿será aceptable la obligada explicación final o el escritor habrá jugado con el lector con trampas y cartas marcadas?, ¿se le irá al autor –parece probable- la historia de las manos? Es preciso seguir leyendo, avanzar en el relato, pero la locura que está invadiendo la narración empieza a afectar al propio lector, que también se asoma, con sus miedos e inseguridades, a un abismo personal.
El mayordomo es el asesino. No. Nada debe decirse aquí que malogre la eficacia del compacto artefacto desquiciante creado por Carrère. Voy a algo (relativamente) lateral. Me ha llamado la atención esta frase: “Pasar la página, empezar desde cero, viejo y vano estribillo de todos los amargados del planeta…”
¿Amargados? ¿Es de amargados, precisamente, querer empezar desde cero, soñar con o desear empezar desde cero? Ciertas incidencias de la vida llevan a no poca gente a tener que empezar desde cero o plantearse la conveniencia de empezar desde cero. Puede que, a veces, ese planteamiento esconda una cobardía, una fuga de la realidad e, incluso, la amargura de no poder enderezar una situación crítica y desastrosa. De todos modos -¿amargados?-, me ha sonado fuerte.