“Viajes con Charley”, de John Steinbeck
[caption id="attachment_540" width="119"] John Steinbeck[/caption]
En Viajes con Charley (1962) el novelista, ensayista y dramaturgo californiano John Steinbeck (1902-1968) cuenta el largo recorrido que, a comienzos de los años 60 del pasado siglo, hizo por Estados Unidos en una caravana y con la única compañía de su perro. Recorrió, según dice, unos dieciséis mil kilómetros y atravesó treinta y cuatro estados. El relato del escritor ha sido puesto en duda por un investigador que, tras un estudio detenido, cuestiona la posibilidad del trayecto y afirma, entre otras cosas, que Steinbeck fue acompañado en varias ocasiones por su esposa y que se tomó respiros en hoteles de lujo, no sólo una vez, como el autor cuenta, en Chicago. No lo sé, y no voy a entrar en eso.
Lo que si sé es que Viajes con Charley –editado ahora por Nórdica, con traducción de José Manuel Álvarez Florez- es un libro maravilloso, que se devora sin tregua y cuya lectura proporciona gran placer.
El perro de Steinbeck se llamaba Charley y era un caniche francés ya viejo, de color azulado, que enfermó en el transcurso del viaje y se recuperó tras recibir atención veterinaria. Es el gran co-protagonista del libro. Como tantos amantes de los perros, Steinbeck lo humaniza, lo presenta como una persona dotada de inteligencia, sentimientos, deseos y propósitos. Dialoga con él, le consulta, se deja guiar por él o contradice sus intenciones. La relación entre Steinbeck y Charley da lugar a líneas y episodios memorables como, por ejemplo, cuando el escritor se empeña en que el perro tenga el gusto de hacer pís sobre una excepcional secuoya de noventa metros de altura –quiere regalarle esa experiencia única- y el animal se niega hasta que a su amo se le ocurre cortar y apoyar en la base de la secuoya una ramita de sauce. Entonces, sí.
A la confortable caravana, que parte de Nueva York, el ya Premio Nobel le pone el nombre de Rocinante, como el caballo de Don Quijote. No es la única alusión a la cultura española. Steinbeck recuerda con entusiasmo el Museo del Prado, se declara admirador de El Greco, menciona a un “miura” y hasta hace una alusión a los encierros de Pamplona.
Y es que el viaje da para mucho. El contenido de la crónica podría dividirse en los siguientes apartados o ingredientes que, debidamente, entremezclados proporcionan al libro una riqueza extraordinaria: las pequeñas y numerosas vicisitudes del viaje mismo; las observaciones e interpretaciones sobre el país, sus gentes y sus costumbres; los sucesos y encuentros vividos que crecen hasta convertirse en historias casi autónomas dentro del relato general y, por supuesto, un contingente tanto de recuerdos personales como de reflexiones –filosóficas, políticas, sociales, morales- que, al hilo de lo que va pasando, el creador de Las uvas de la ira (1939), siempre con bueno tino, juzga oportuno convocar y expresar.
Por tanto, y como suele ocurrir en los mejores casos, habrá que decir, cayendo en el tópico, que Viajes con Charley es mucho más que un libro de viajes. Es imposible resumir aquí –ni siquiera a grandes rasgos- el caudal de informaciones y opiniones que Steinbeck –con agudeza y con humor- aporta sobre los Estados Unidos, referidas unas al presente en tránsito en el que realiza su viaje y referidas otras a elementos inmanentes del carácter y del comportamiento de sus paisanos. No hay un veredicto final o una valoración de lo aprendido. Hay, sí, un comentario sobre cómo todo viaje empieza antes de empezar y termina antes de acabar, si bien, y respecto a lo segundo, Steinbeck piensa que los viajes y sus frutos se prolongan mucho más allá de su desenlace temporal y espacial.
Muy al comienzo de su narración, antes de emprender el viaje, Steinbeck cuenta cómo los vecinos, conocidos y desconocidos, se arremolinaban junto a su casa para cotillear sobre la caravana, sobre Rocinante. Y dice: “Ví en sus ojos algo que había de ver una y otra vez en todas las partes del país: un deseo ardiente de irse, de marchar, de ponerse en camino, hacia cualquier parte, lejos de cualquier Aquí”.
Estar dispuesto a viajar, a moverse, a vivir en otra parte, a buscar la fortuna, a tener aventuras, a conocer otros mundos, en fin, es cosa buena. Pero ese “deseo ardiente de irse” (…) “hacia cualquier parte, lejos de cualquier Aquí”, tal y como lo describe Steinbeck, parece responder al hartazgo, a la infelicidad, a la desgracia, al rechazo de lo propio y lo cercano porque se han hecho insoportable. ¿Esa era la situación de los americanos que Steinbeck se topó “en todas partes del país”?
Unas cien páginas más adelante, Steinbeck hace una observación entre complementaria y aclaratoria. Alude a los inmigrantes y pioneros que poblaron y construyeron Estados Unidos, y entonces dice: “…descendemos de los inquietos, los díscolos que no se conformaron con quedarse en casa. ¿Verdad que sería extraño que no hubiésemos heredado esa tendencia?”
Ah, bueno, eso ya es otra cosa. El mito fundacional norteamericano: la búsqueda y conquista de una tierra prometida. Los españoles, que también descendemos de viajeros, aventureros y conquistadores, ¿hemos heredado esa tendencia? ¿O sólo a regañadientes y cuando no queda otro remedio? Quizás la dialéctica entre querer quedarse y querer irse sea inevitable. Y quizás también el buscar y el huir –como el ir y el volver-no sean objetivos separados y, menos aún, antagónicos.