La cata, Roald Dahl y España
Nórdica nos propone –que dirían los franceses- La cata (1945), un brevísimo relato del escritor galés Roald Dahl (1916-1990), siempre asomado, en su vida y en su obra, al mirador del abismo, de lo siniestro, sea en su literatura para adultos o, lo que es más inquietante, para niños.
Novelista, cuentista, poeta, memorialista, dramaturgo, presentador de televisión y guionista de películas –basadas en historias propias y ajenas-, la extensión de su fama y prestigio –ambos- puede quedar manifiesta si citamos las adaptaciones de algunas de sus narraciones: James y el melocotón gigante, Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o Fantastic Mr. Fox. “Fantastic”, ése es, en buena parte, el concepto.
En La cata –y no conviene desvelar apenas nada-, seis personajes burgueses, tres hombres y tres mujeres, se reúnen para cenar en casa de uno de ellos, asistidos todos por una peculiar sirvienta. Una apuesta relacionada con la degustación de los exquisitos vinos que ofrece el anfitrión dará lugar a una tensión de dimensiones e implicaciones insospechadas, dado el apacible arranque de la velada.
Antes de seguir quiero señalar el extraordinario trabajo del ilustrador Iban Barrenetxea, quien, en la línea editorial de Nórdica, ha dibujado casi una docena de dobles páginas que, estilizando y caricaturizando –con medida y prudencia- el cuento, se atienen a su literalidad y a su inconfundible atmósfera británica. Pueden ser vistas al hilo de lo que se va leyendo, pero también admiten una visión autónoma, pues, de inteligente forma muda, transmiten la práctica totalidad de lo contado.
Hay un experto y reputado catador de vinos en la mesa, y Dahl, ya hace sesenta años, se burla de esa moda tan actual de deleitarse y excederse con las delicias de la comida y de la bebida. Pero, más allá de eso, y de la arrogancia y de la fatuidad, surge un turbador discurso sobre la codicia y la patología del amor propio –con desprecio de la sensatez y del amor a los seres queridos-, de modo que el autor nos empuja a avistar lo más oscuro y lo más dramático de nuestros deseos y ambiciones. Y no puedo decir más, salvo apuntar el modo en el que las mujeres son relegadas en la disputa de los machos.
Así describe Roald Dahl al anfitrión, desencadenante de la creciente tensión del relato: “…era agiotista en el mercado de valores y, como muchos de su clase, parecía algo incómodo, casi avergonzado, por haber ganado tanto dinero con tan poco talento”.
Haber ganado tanto dinero con tan poco talento. Nos suena, ¿no? Y sigue: “En el fondo de su corazón sabía que no era más que un corredor de apuestas –un corredor de apuestas empalagoso, infinitamente respetable y secretamente corrupto-, y sabía que sus amigos también lo sabían. Así que ahora estaba tratando de convertirse en un hombre culto, cultivar un gusto literario y estético, coleccionar cuadros, discos, libros y todo lo demás. Su pequeño sermón sobre el vino del Rin y el Mosela formaba parte de aquello, de esa cultura que anhelaba”.
¡España, hoy!