Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Otra obra maestra de Woody Allen

17 diciembre, 2014 12:16

[caption id="attachment_620" width="510"] Emma Stone y Colin Firth en una escena de la película[/caption]

Magia a la luz de la luna es una obra maestra, otra más en la inusitada filmografía de Woody Allen. Calificada de obra menor, de juguete cómico y de mero entretenimiento con encanto, cabe preguntarse qué criterios rigen los juicios de muchos críticos y espectadores. O, mejor dicho, más que sobre los criterios, habría que preguntarse por las facultades de percepción y análisis, que no es lo mismo.

Muchas son las víctimas de un formidable y milenario equívoco, aquel que vincula la trascendencia de una obra de arte a su apariencia e impostación como trascendente o, lo que es parecido, aquel que reconoce la superioridad de la tragedia y el drama sobre la comedia.

Es evidente que Allen ha hecho muchas comedias apreciadas por quienes ahora, y siempre de vez en cuando, decretan el carácter menor de una película del neoyorkino. Pero el aplauso llega siempre que los grandes temas sean nombrados en el primer término de la película, con la máxima obviedad, y siempre que el humor vaya unido a una concepción oscura y pesimista de la vida y a un cierto énfasis en su exposición.

Esa concepción pesimista y oscura de la vida es la que, de partida, tiene Stanley (Colin Firth), un mago de fama mundial en los años 20, que es requerido amistosamente para que se persone en una mansión de la Costa Azul a fin de desenmascarar a una presunta “médium”, Sophie (Emma Stone), que está embaucando a una familia multimillonaria con sus supuestas dotes como vidente e intérprete del mundo oculto de los espíritus.

Un casi perfecto guión despliega dos líneas principales, que no están exentas de sorpresas e imprevistos. De una parte, entramos en el territorio de una investigación con incertidumbres e incógnitas y, de otra, nos adentramos en los avatares de la seducción y el enamoramiento hasta culminar una deliciosa comedia romántica, con su lujo y sus tintes idealistas, factor que posiblemente merma la importancia de la película a los que van cerrando sus ojos a todo lo que no aparente trascendencia en primer plano. Ojos, además, que no saben ver la maestría de Allen en lo más específicamente cinematográfico, es decir, su modo de conducir la narración y la puesta en escena con mano de seda, de puntillas, con un grácil levedad que, en efecto, sólo es patrimonio de los grandes clásicos de la comedia de los años 30 y 40 en los que se inspira.

[caption id="attachment_621" width="510"] Emma Stone con Woody Allen, en un momento del rodaje[/caption]

Magia a la luz de la luna transcurre, sí, por esos cauces argumentales, genéricos y estilísticos, pero cuesta aceptar que ésa sea la causa de tanto desdén como ha recibido, y más, cuando los amantes de los asuntos de gran enjundia, tienen aquí la posibilidad de afrontar, entre paño y bola –pero con toda claridad-, algunos de los más importantes: el conflicto entre razón y fe, entre materialismo y espiritualidad, entre la ciencia como garante de la realidad de lo único existente y los movimientos del alma –aceptada o negada- por otras realidades misteriosas e invisibles.

Como pocas veces, entre lances galantes y requiebros de intriga, el ya anciano Woody Allen se está preguntando, con meridiana nitidez, por la existencia de Dios y de vida más allá de la muerte, y cuando está a punto de responderse, en un sentido que sería sorpresivo para sus seguidores, hace una pirueta, da un paso atrás y, sin embargo, se queda en una posición que no puede ser más estimulante.

No quiero destripar nada –ni dejar de hacerlo-, pero Stanley llega, por fin, tras una radical evolución que le procura el amor, a una conclusión que, sin que la cita sea textual, se concreta en palabras parecidas a éstas: “Puede que el mundo no responda a ningún propósito, pero la vida está llena de magia”.

¡Menudo descubrimiento!, dirán algunos. Vale. No es ningún descubrimiento. Pero esas palabras –o parecidas- están formuladas en un contexto que las exalta. Puede que no haya un Dios creador que haya trazado un plan perfecto para toda la eternidad, pero no por ello debemos afrontar la vida con pesimismo y negatividad, como si –según el pensar inicial de Stanley- no tuviera sentido. El sentido de la vida es vivirla intentando buscar esas zonas de magia, entiéndase, esas zonas por las que transcurre la felicidad, el placer, el amor, la alegría, el misterio y el rico mundo del espíritu. A sus casi ochenta años, Woody Allen ha hecho una entusiasmada y entusiasmante invitación a la vida, tocando heridas y dolores, pero sin nunca poner cara larga. ¿Película menor? ¡Vamos, hombre!

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Image: Dolores Redondo

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