Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Emma Reyes, un acontecimiento

15 abril, 2015 13:39

[caption id="attachment_732" width="150"] Emma Reyes. Foto: Libros del Asteroide[/caption]

Hacía años y años –si es que alguna vez me sucedió algo parecido- que no disfrutaba ni me conmovía tanto con un libro y un autor que me fueran totalmente desconocidos. Y no sólo a mí. Memoria por correspondencia se publicó por primera vez hace tres años, y se trata de la única obra –al menos, hasta el momento- de la pintora colombiana Emma Reyes (1919-2003), cuyo principal fondo pictórico puede verse en la Fundación Arte Vivo Otero Herrera de Málaga, co-editora con Laguna Libros (Colombia) de esta deslumbrante revelación, que ahora Libros del Asteroide publica en España. Memoria por correspondencia y Emma Reyes están llamados a ser –o me corto la coleta- uno de los acontecimientos editoriales del año en nuestro país.

Entre 1969 y 1997, Emma Reyes envió a su amigo el escritor y político colombiano Germán de Arciniegas (1930-1999) –a petición de éste, conocedor de su asombrosa y azarosa vida- un total de 23 cartas que constituyen otros tantos relatos hilvanados de su infancia y juventud.

Emma Reyes no conoció, al parecer, ni a su padre ni a su madre. Fue analfabeta hasta los 18 años. Junto con su hermana Helena y, sucesivamente, dos niños pequeños vivió en varios lugares y en ínfimas condiciones –encerrada, mal alimentada, maltratada y esclavizada- “al cuidado” de una tal señora María –así la llama-, mujer misteriosa y sin recursos, de vida ligera, irregular e igualmente dolorosa, que finalmente la abandonó en un convento de monjas.

A partir de la Carta número 11, Emma deja atrás la narración de su primera infancia y se centra en los años de su reclusión conventual, años también de encierro –nunca salió a la calle-, trabajos, castigos, mala alimentación, rezos y penitencias, en los que, sin embargo, aprendió algunas cosas y, notoriamente, se convirtió a la fuerza en una excelente bordadora, inicio, quizás, de su posterior dedicación a la pintura.

Antes de seguir, es preciso aclarar que, como señala Leila Guerriero en su prólogo, Emma Reyes cuenta su vida desde la mirada inocente e ignorante de la niña que fue, con un muy notable sentido del humor y sin excluir los momentos de gozo y alegría. Sus penalidades “dickensianas” –aunque provocan enormes emociones- no están sobrecargadas de sentimientos destinados a agobiar al lector, sino que los hechos narrados –terribles, sorprendentes, fantásticos, algunos divertidos, otros increíbles, todos reales- se van yuxtaponiendo sin que medien juicios, valoraciones o enfoques. Y la prosa, los detalles, las escenas, la dosificación, la estructura, los comienzos y los finales de los pasajes tienen los atributos propios de una escritora excepcional que, como se ha dicho, narra con una naturalidad desarmante y, si cupiera la expresión dentro del contexto de lo narrado, con un encanto cautivador: el lector se enamora de la pequeña Emma y no puede abandonar la lectura de un libro que, con toda su crudeza, se le revela como maravilloso y, por qué no decirlo, mágico.

Emma Reyes acabó fugándose del convento, itinerando por varios países sudamericanos, saltando a Europa e instalándose en Francia, donde se casó por segunda vez y se convirtió en una pintora reconocida. De todo ello se nos informa en un apéndice escrito por el periodista colombiano Diego Garzón, que también habla de los viajes y estancias de Emma en varios países, de sus destacados trabajos, puestos y encargos y de sus amistades posteriores con grandes artistas e intelectuales latinoamericanos y europeos, de Diego Rivera a Alberto Moravia, pasando por Fernando Botero y Jean-Paul Sartre.

El citado Garzón intenta esclarecer el origen de Emma –rasgos mestizos- y baraja la posibilidad de que fuera hija natural de un presidente de la república colombiana, Rafael Reyes, o de alguno de sus hijos. La niña que pudo haber muerto en cualquier momento de su tremenda infancia y adolescencia vivió hasta los 84 años y falleció en Burdeos.

Emma, por su destreza, llegó a ser en el convento medio responsable de otras niñas bordadoras: no podían tocar las telas con las manos manchadas. Escribe: “Lo más difícil de enseñar era que durante el trabajo no debían ni meterse los dedos a la nariz ni a los oídos, ni rascarse la cabeza ni tocarse los pies ni meter las manos en los bolsillos sucios, esa era la disciplina más difícil para las principiantes. Elvira Cubillos, por ejemplo, era muy buena bordadora y trabajaba a una rapidez de máquina de coser pero tenía el defecto de que se le escurrían las babas encima del bordado. A la pobre teníamos que amarrarle una toalla alrededor de la boca y del cuello, lo que la impedía hablar. Cuando terminaba el día, la toalla quedaba de torcer. Con las que les escurrían los mocos el problema era peor, porque tenían que frotarse la nariz cada rato contra la parte alta de la manga del delantal”.

En fin, al acabar la lectura de Memoria por correspondencia, me doy cuenta de que no he dejado una sola página sin subrayar. No puedo elegir entre tantos personajes, episodios, diálogos y descripciones que merecen destacarse. En las líneas escogidas, se percibe, creo, esa mezcla de realismo y casi fantasía, de dureza y humor que caracteriza el libro de Emma Reyes, un libro y una autora sobre los que se va a escribir mucho en las próximas semanas.

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