Neus, una mujer joven que se ha dedicado al mundo del arte, tiene la oportunidad de ver y comentar el retrato de la Familia Real que Antonio López está ultimando en el Palacio de Oriente, y le dice al pintor: “Después de tantos años, no existe ningún rostro humano que al final no sea culpable de su propia degradación ni que esté libre de la miseria que lo rodea. Estos personajes no parecen haber asumido la corrupción política, ni la codicia de los banqueros, ni nada que se corresponda con la vida real: los crímenes, las mafias, los curas pederastas, la grasienta cultura todavía franquista, la atmósfera turbia del país, pese a que esta familia lo preside todo”.

Neus recuerda al artista que Goya, en su retrato de la familia de Carlos IV, sí fue capaz de reflejar “la bajeza y la miseria” del alma de sus personajes. Si Dorian Gray, en la novela de Oscar Wilde, aceptaba ante el diablo que sus actos sórdidos modificaran y corroyeran poco a poco su aspecto en su retrato (a cambio de conservarle a él siempre joven), en el lienzo de la Familia Real, al contrario, se preserva una imagen sin mácula, ajena a la propia experiencia de los reales personajes y al devenir del país. ¿O acaso no?

En Desfile de ciervos (Alfaguara), Manuel Vicent especula sobre la posibilidad de que el cuadro de la Familia Real, trabajado a ratos por López y protegido durante veinte años por sábanas en una estancia de palacio, fuera absorbiendo las huellas de las vicisitudes vividas por los reyes y sus hijos, y también por la nación en la que reinan.

La novela de Vicent recorre, con algunos saltos atrás, el periodo comprendido entre 1994 y 2014, entre el día en el que se tomaron las primeras fotografías para el retrato de López y el momento en el que estuvo listo para ser exhibido.

Como sugiere Neus en su comentario, es el tiempo de la degradación de la vida nacional, de la corrupción del tejido social, del fin de la fiesta, de la renuncia a los sueños, del pudrimiento y de la necrosis, de las tropelías y del derrumbe. Y de la crisis de la nación y de la Corona.

Con base en las informaciones periodísticas y también en la rumorología, Vicent sigue el proceso vital de los personajes retratados y de otros que no están en el lienzo –Marichalar, Urdangarín-, incorporando al fresco a la hoy Reina Letizia, con la que el autor, al igual que con Felipe VI, se muestra comprensivo y benévolo, reservando la dureza para el rey Juan Carlos.

Dentro del arco temporal trazado, y mientras baraja los reales episodios, Vicent va introduciendo a otros personajes y hechos conocidos de la época, reforzando implacablemente el sombrío mural de una caída colectiva en el marco de un fin de siglo acuciado por terrores milenaristas. Jordi Pujol –en algunas de las mejores y más ácidas páginas del libro- es abocetado con las pinceladas más acres, lo mismo que, más a vuelapluma, José María Aznar.

Pero, también entre medias, Vicent logra encajar –su procedimiento estructural es un logro- tres historias protagonizadas por personajes anónimos, bien que inspiradas en la realidad que asoma a los periódicos, y con ello hace aflorar a los protagonistas sin negrita de la corrupción, el crimen, la especulación inmobiliaria y financiera, la codicia y la sinvergonzonería en una España de burdel, grúa y vertedero marcada por el delito y la doble vida, por la codicia y la vulgaridad. Estas historias, guadianescas, funcionan con cierta autonomía, aunque integradas en el desarrollo argumental y, especialmente, en el concepto y en el sentido del relato.

La tercera, protagonizada por un realizador de televisión, ejemplifica simbólicamente con la muerte el ocaso de un tiempo, mientras introduce inopinadamente una triste y hermosa historia de amor. Es preciso decir, no obstante, que esta tercera veta, de larga duración, desequilibra la medida estructura del libro y anticipa un cierto deshilachamiento final.

Manuel Vicent, después de Aguirre, el magnífico y El azar de la mujer rubia, ha encontrado y perfeccionado el método con el que pergeñar una acerada crónica de la vida española de las últimas décadas. Más allá de las tramas, y de los comentarios encontrados que pueda suscitar su punto de vista, Vicent está dejando no sólo un “corpus” virtuoso en lo literario, sino un testimonio imprescindible para el análisis y el inventario de nuestras enfermedades morales.

Este libro huele (mal) a una verdad incontestable, a una verdad sobre nuestro país que se aprecia por debajo y por encima de lo narrado, resistente incluso a una óptica que pudiera ser tachada de pesimista por no abordar algunos elementos positivos dentro del catastrófico conjunto. Brilla en Vicent, como siempre, su prosa sonora, lírica, condensada y plástica, que nunca pierde luz ni sensualidad pese a no evitar, como es natural en él, eficaces y resolutivos (esclarecedores) trazos gruesos de esperpentismo.