Manuel Arroyo-Stephens (Bilbao, 1945) acaba de publicar Pisando ceniza en Turner, la editorial que fundó, al igual que la librería madrileña del mismo nombre. El pasado es ya ceniza, tierra quemada, y por ello volver a él es pisar ceniza.

Es un libro de memorias fragmentadas, de recuerdos selectivos, tan selectivos que se reducen básicamente a tres: el mundo de las librerías de viejo y de la edición artesanal, la evocación de su amistad con José Bergamín y la relación del autor con su madre (y su padre, y sus hermanos).

En el primer ámbito, hermosísimo capítulo de un libro tan emocionante como bien escrito, Arroyo convoca a libreros, encuadernadores, iluminadores, doradores y coleccionistas de libros (Bartolomé March)y crea una atmósfera, casi secreta, de amistad y de amor al trabajo bien hecho y a esos objetos preciosos que son los libros importantes y de mérito.

El recuerdo de su larga relación con Bergamín atrae, primero, a Rafael de Paula, el torero gitano al que ambos siguieron por tantas plazas y que es el protagonista de La música callada del toreo, el libro que Bergamín escribió y Arroyo editó. Comparecen como destacados secundarios Rafael Alberti y Antonio Ordóñez.

El recuento de su amistad con Bergamín, hasta los años últimos en el País Vasco y la agonía y muerte del escritor, ofrece un amplio y conmovedor retrato del poeta, de su pillería, de su terquedad, de su carácter indómito y polemista, de sus afiladas ideas, de sus contradicciones, de su gran humanidad.

Con un pie en la ficción (o en su simulación), Arroyo-Stephens recrea una escena de amistad tabernaria en un pueblo para pasar a recordar y contar sus estancias en Berrueza, en la casa familiar donde visita a su madre y donde asiste al declive que precedió a su fallecimiento.

Destaca aquí, en primer término, y como en otros lugares del libro, la excelente pintura del paisaje –el natural y el humano-, telón de fondo del que emerge hasta el primer plano la singular y atractivísima figura de la madre y la peculiaridad del trato entre ella y el autor. “Una de las cosas que me gustan de mi madre es que no me trata como si me conociera”, llega a decir Arroyo en una de las numerosas proposiciones distintas que jalonan este libro excepcional en todos los sentidos.

Pisando ceniza es, en gran medida, un libro sobre la muerte. Muere Enrique Moreno –el librero del primer capítulo- y mueren Bergamín y la madre. Y muere un tiempo, y mueren unos modos de hacer y de ser. Sería absurdo negar que el libro no transmite una cierta melancolía, pero, mucho más, exalta la vida, el valor de la vida vivida con empeño, placeres, aficiones, ilusiones, amistades, amores y espíritu de búsqueda y aventura. No hay que lamentar el tiempo ido cuando se ha vivido sin perder el tiempo.

Entre tantas cosas que me han gustado del libro, elijo una que, a propósito de su madre, escribe Arroyo sobre el sentido del humor: “Además ella y yo éramos los únicos con sentido del humor. No consiste en contar cosas graciosas sino en una mezcla de sabiduría y carácter, de entender y vivir la vida con resignación y entereza, de no tomarse en serio a sí mismo, ni mucho menos a los demás, de ver el lado absurdo de la vida sin sobresaltarse, de cultivar el desapego, de ser sencillo y natural además de comprensivo y paciente con los defectos de los demás…”

Se han escrito miles y miles de páginas sobre el humor y sobre el sentido del humor, pero pocas veces había leído algo tan certero sobre las condiciones, las aptitudes y las actitudes que los hacen posibles.