James Dean murió el 30 de setiembre de 1955. Tenía 24 años. Aficionado a los coches y a la velocidad, su Spyder 550 se estrelló casi frontalmente contra un Ford Tudor. Había hecho tres películas en verdad muy importantes: Al este del edén, Rebelde sin causa y Gigante. Era una promesa muy firme, pero su carrera acababa de empezar. Sin embargo, de forma inmediata se gestó el nacimiento de un mito, que perdura sesenta años después.
Hasta el momento, no había leído nada de Philippe Besson, que goza de éxito y predicamento en Francia, y dudo mucho de que, después de leer Vive deprisa (Alianza Editorial), vuelva a detenerme en otro libro suyo.
Vive deprisa, con traducción de María Dolores Torres París, es una especie de docuficción literaria. Una tenue, si se quiere, biografía novelada. O novela biográfica. El procedimiento utilizado por Besson tiene cierta singularidad y es, quizás, el principal mérito del libro.
Siguiendo cronológicamente la corta vida de Dean hasta su muerte, Besson convoca, en breves y estilizados capítulos, los testimonios en primera persona de un amplio elenco de testigos de la trayectoria de Dean. La mayoría, incluido el propio actor –que también comparece-, hablan desde el más allá. Todos, en realidad. Pertenecen a tres grupos: familiares y profesores que dan su visión de la infancia y juventud del intérprete; gente que le acompañó en sus primeros pasos hacia su efímera gloria y muy sonoros nombres de actores y directores que compartieron el trabajo con él en las tres célebres películas que rodó.
Me da mucha pereza resumir aquí la biografía de Dean. Lo hace Besson en su libro, ateniéndose a los hitos y personajes que juzga esenciales. Y lo hace en un tono, algo pegajoso, de balada triste, acorde con los rasgos trágicos del mito. En un tono emocional, que quiere alcanzar a otros protagonistas atormentados o igualmente víctimas de un destino fatal (Pier Angeli, Sal Mineo, Marlon Brando, Natalie Wood, Elizabeth Taylor, Rock Hudson…), como componiendo, más allá de Dean, una amarga elegía sobre la rotura de los sueños, sobre la fragilidad real de un mundo sublimado por las imágenes, sobre la inexorabilidad de la muerte también en un país que tiene en Hollywood una máquina de fabricar esplendor y fama precisamente –se diría- para simular una inmortalidad negadora de la evidencia del fin. Aunque luego la explote.
¿A qué llamamos mitos cuando hablamos de Hollywood? A unas vidas corrientes, en realidad, que incluyen –como tantas otras vidas- episodios adversos y dolorosos que, siendo relativamente parecidos a los vividos y sufridos por tanta gente, adquieren un negro brillo propio, que parece diferente, por la confusión de esas vidas con las imágenes de la pantalla y por la proliferación de otras imágenes –prensa, televisión- que van componiendo un relato ajeno al de las personas del montón que lo siguen extasiadas. El relato nunca puede fallar: cuando muestra lujo, gloria y belleza, extasía; cuando ofrece ruina, decrepitud y caída, también. Sobre todo, cuando lo segundo llega después de lo primero, como suele suceder en pura lógica.
Habla Rock Hudson, compañero de Dean en el reparto de Gigante: “Le llamaban ‘el rebelde de buen corazón’. ¿Contra qué diablos se rebeló? Contra nada, en realidad. Pertenecía al sistema como todos nosotros. Quería ver su nombre en los carteles, como todos nosotros. Firmó contratos como todos nosotros. Y de buen corazón, nada. Todo lo contrario, tenía el corazón duro como una piedra. Era amable sólo con aquellos que podrían servir a sus intereses. Era ambicioso, cosa que no le reprocho. Lo que le reprocho es que tratase de fingir lo contrario”.
Contribuir a tumbar un mito de estas características me parece tan ocioso como contribuir a erigirlo. Recojo, no obstante, estas presuntas ideas de Rock Hudson porque rompen un poco con la inanidad beatificadora y llorica del resto del discurso de Philippe Besson. En fin, qué pena, pobre Dean. A saber cómo era. No está de más tener precaución en la carretera.
James Dean, carrera y carretera
4 noviembre, 2015
13:38