El amor, a la luz de una lámpara
[caption id="attachment_982" width="259"] Jean Legrand[/caption]
“La rosa a la luz de la lámpara es mate”. Así empieza (avisando) Doble fuga de amor y muerte, del muy secreto Jean Legrand (1910-1982),una novela corta (cortísima), salvada de su mortal condición de inédita hace sólo tres años y ahora editada en castellano por Periférica.
Legrand dedica varias páginas iniciales a la rosa hasta que se va adentrando, con pies de seda, en la historia de Ange y Nin. ¿Historia? Apenas sabemos nada de ellos, y Legrand sólo nos contará su encerrona de amor en una casa apartada, en el campo, cerca del mar, dentro de un paisaje bellísimo, al margen de una guerra sugerida en un párrafo de sólo diez líneas.
Espacio y tiempo tienen gran importancia en el tenue relato. El espacio es un conjunto de círculos concéntricos que interactúan entre sí: la tierra, la casa, la habitación y, diríamos, el cuerpo y el alma de Ange y Nin. El tiempo es indeterminado, transcurre sin medida exacta a través de la ligera, pero también intensa, acción exterior (básicamente amar, hacer el amor), y transcurre también por el interior de los dos únicos personajes, un interior a veces consternado, por la angustia de la muerte y otros negros presentimientos, a veces desbordado por la alegría, la risa, la felicidad de amar y ser amado.
Novela de amor, sí, con la sombra inconcreta de la muerte, de la finitud. ¿Poema en prosa? Mejor no utilizar esta expresión (insuficiente y equívoca), pero claro es que Legrand emplea una palabra poética, riquísima y muy capaz de transportar, además de sentimientos, ideas.
Sexualidad, sensualidad, sensorialidad. Son los factores de una narración apretada, fragmentada y quintaesenciada. Depurada al extremo. Una narración que empieza en primera persona y, misteriosamente, se diluye en una tercera persona que parece contener a la primera que empezó a narrar.
Además del deseo, cautivo y cautivado, la luz y los colores son fundamentales en Doble fuga de amor y muerte, una novela exquisitamente musical y pictorialista –como advierten la rosa y la lámpara del principio-, en la que no hay una sola palabra o expresión –excelente traducción de Manuel Arranz- que suenen a consabidas o previsibles, lo cual tiene su mérito cuando Legrand se ocupa, con frecuencia, del sexo entre los amantes.
Este libro, editado junto con un artículo gemelo, parece que fue escrito en los años 40. Quizás, después. Legrand, que publicó muy poco, había sido amigo de algunos surrealistas y de relevantes figuras de la cultura francesa (Henri Michaux, Raymond Queneau), pero se retiró, cumplidos los cuarenta, a su región natal, cerca de Montpellier.
Así escribe Legrand: “Tener por las riendas a las fuerzas de la ebriedad que amenazan, que regresaban después de haber llenado de nuevo las copas de la carne. La caricia de las manos, los tesoros de las miradas, los bálsamos del deseo que rodeaban las dos cabezas después de haber ardido en el crisol donde se mezclaban sus aromas –eran demasiadas cosas a la vez-. Había que romper el secreto encantado a fin de dar a aquella sonrisa cómplice una libertad sacrílega”.
La última línea es fantástica: “dar a aquella sonrisa cómplice una libertad sacrílega”. Este es el modo, excepcional, con el que escribe Jean Legrand sobre la pasión, sobre el amor y el sexo que vuelven ebrios a los amantes.