A vueltas con ser o no ser
[caption id="attachment_1026" width="239"] Israel Elejalde es Hamlet en el montaje de Miguel del Arco[/caption]
Suelo disfrutar con los montajes del vehemente Miguel del Arco, a veces con los detalles por encima del todo, a veces con el todo por encima de los detalles. Jamás me aburren sus trabajos, y tengo muy buenos recuerdos de De ratones y hombres y El misántropo.
Lo he pasado muy bien, de nuevo, con Hamlet, que sigue llenando el madrileño Teatro de la Comedia. Una representación literal de la primordial tragedia de William Shakespeare puede durar en torno a las cinco horas. No es moco de pavo permanecer abducido por el escenario –conociendo el argumento- durante dos horas y tres cuartos, y eso me sucedió con el montaje de Del Arco.
No soy especialista en teatro, acudo a él como espectador crítico y quizás no del todo mal formado, pero el caso es que me veo liberado de la tentación de hacer un escrutinio del viaje que va desde un texto original a la adaptación y versión que finalmente veo en escena. Suelo atender, lo reconozco, al resultado, y este Hamlet –con los tijeretazos, osadas actualizaciones y arriesgadas morcillas marca de la casa Del Arco- me ha gustado y divertido. Recomiendo la lectura, aquí al lado, del blog de Liz Perales para reflexionar sobre los pormenores del trabajo de Miguel del Arco.
A propósito de la película Macbeth, de Justin Kurzel, recordaba aquí mismo la obvia y recomendable posibilidad de –al margen de las películas y los montajes teatrales- leer o volver a leer a Shakespeare para paladear y saborear mejor sus palabras y sus ideas que, no hay que negarlo, circulan a mayor velocidad por las pantallas y por los escenarios, abreviadas y concentradas, desde luego, en todos los casos.
Disponemos ahora mismo en castellano de numerosas ediciones de Hamlet, esa tremenda tragedia –en la que muere hasta el apuntador- sobre la ambición de poder, la traición, la pasión amorosa descontrolada, la locura, la venganza, la abyección moral, la amistad frágil, el teatro mismo y, por supuesto, los fantasmas. Y fantasmas hay muchos –no sólo el asesinado padre del príncipe de Dinamarca- en la función de Shakespeare, sino todos –la culpa, el remordimiento, la tentación maléfica, el rumor envenenado- los que acechan a los personajes y nos acechan.
Me he detenido –anecdóticamente, sí- en la escena primera del tercer acto, en el soliloquio de Hamlet. Ahí está la frase más universalmente célebre de la historia del teatro: “To be or not to be, that is the question”. La reproduzco a mi aire, pues sólo en esta frase, según las versiones, hay un variado jaleo de signos de puntuación: comas, dos puntos, signos de admiración. Lo de “ser o no ser” va a misa, pero “the question” es, según distintas traducciones, la cuestión, el problema, el dilema, la alternativa…
Para remontar la anécdota conocida y, en busca de la categoría, hay que seguir leyendo. Shakespeare hace que Hamlet se plantee la idea del suicidio, y ahí entra a por uvas. La vida ofrece tantas calamidades… ¿por qué seguir vivos –ser-, por qué no darse muerte –no ser- y dejar de sufrir?
Sin hacer una clara –a mi entender- profesión de fe religiosa, Shakespeare parece creer en alguna prolongación de la vida después de la muerte. Hace decir a Hamlet que morir es dormir, y luego redondea: “tal vez soñar”. Y eso es lo gordo: ¿qué sueños tendremos una vez muertos?, ¿serán atroces pesadillas? Shakespeare considera más que probable que, en efecto, los sueños que nos esperan como dormidos-muertos sean terribles pesadillas, hasta el punto de que lo inescrutable y lo temible de esas pesadillas son la razón por la que, pudiendo poner fin a nuestro sufrimiento en vida, renunciamos al suicidio, preferimos soportar los males conocidos –viene a decirnos- que ir al encuentro de los que ignoramos. El pesimismo shakespeariano no puede ser más inclemente: dolor aquí y, más allá, pesadillas.
En la atribulada cavilación de Hamlet, Shakespeare cataloga más adelante los males de la existencia, los que podrían cesar si nos diéramos muerte con un puñal. Son, más o menos, éstos: la lentitud con que llega la Justicia, la insolencia de los empleados, las afrentas que recibimos de los mezquinos, las angustias del amor, los achaques y enfermedades que nos llegan con la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio con que nos tratan los soberbios…
Con su padre asesinado, con su madre liada con el asesino usurpador del trono (su tío), con su enamorada Ofelia en la cuerda floja, con el invasor noruego en puertas -¡y lo que queda!-, Hamlet no está en su mejor momento. Shakespeare, parece, tampoco lo estaba. A la hora de especular sobre la conveniencia o no del suicidio no menciona aquí los posibles dones y placeres de la vida, sólo los infortunios que, aun así, nos hacen preferir lo conocido a lo desconocido. ¿Hamlet, un depresivo?