¿Un relato soñado?
[caption id="attachment_1035" width="250"] José Carlos Llop. Foto: Arabelears[/caption]
Al final de Reyes de Alejandría (Alfaguara), José Carlos Llop introduce una nota: “Los personajes reales y los personajes ficticios, así como los lugares reales y los lugares inventados, pertenecen todos al territorio de la imaginación. Trasladarlos a otro sería tomar por cosa distinta lo que no es más que una novela”.
Cuesta aceptar estas palabras. Lo que acabamos de leer tiene tal olor y sabor a verdad –tanta verdad- que hemos creído estar ante un relato memorialístico, en el supuesto de que la memoria sea productora de verdad. Al leer su nota, no podemos creer a Llop –al que hemos creído antes todo, por resultar tan reconocible-, y sólo nos queda pensar que el autor nos está diciendo algo diferente a lo que parece decir a simple vista, o sea, que toda vida –y también toda vida contada- pertenece al territorio de la imaginación, es real y ficticia a la vez, es novela.
Reyes de Alejandría –el mejor libro de autor español que he leído en los últimos meses, años quizás- cumple con lo que Llop anuncia en las primeras páginas: es un viaje en el tiempo, trata de nosotros y cuenta quiénes éramos y quiénes dejamos de ser, y es también la historia de dos ciudades y de una juventud, la historia –dice el autor- “de una Palma que desapareció y de una Barcelona que no existe”, con París como tercer vértice de un triángulo no exactamente equilátero.
El narrador rememora su juventud desde principios de los años 70 hasta después de la muerte de Franco, poniendo una pica en los comienzos de los años 80. El narrador, hijo de alto militar, es un estudiante que vive y transita por las dos ciudades españolas, un moderno –en el mejor sentido- que se abre a la vida y empuja con su comportamiento y con su acción política independiente –tal vez en la cercanía de la acracia y del trotskismo- la caída de una sociedad y de un régimen –los de los padres- y la emergencia de una vida y de un tiempo nuevos, que se construyen, precisamente, viviendo con libertad las novedades.
Es el tiempo de un “nosotros” –todo se comparte y se vive en compañía- frente al tiempo posterior de vuelta a un “yo” que arruinaría, en buena medida, lo vivido y lo logrado. Él habita los bares y las calles, los días, las noches y las madrugadas, participa en las revueltas y en las protestas, vive la amistad, el amor y el sexo –entre el benefactor humo del hachís- en los pisos compartidos y en los pisos vacíos, en las habitaciones prestadas y en las habitaciones alquiladas por una noche, siempre lee –poesía, sobre todo- y siempre escucha música.
Vive, más bien, dentro de la poesía –Pound, siempre, y varios más- y de la música, muchas canciones y muy distintas –de los Rolling a Las Grecas-, constantemente citadas. Poesía y música son lo mismo, y las canciones que Llop evoca, por cierto, harían un gran papel si fueran reunidas todas en un disco. En consecuencia, con gran lógica, la prosa de Llop es musical y poética, cargada de sensualidad y de sensorialidad –sonido y color-, lo que no impide que, con destreza, el texto esté entreverado de reflexiones de calado.
Sería difícil negar que en Reyes de Alejandría no hay nostalgia y también que su lectura no la suscita. Pero el concepto de nostalgia –ya sabemos- es muy peligroso, y no haría justicia a una novela que se va tornando amarga y que tampoco oculta, entre la exaltación de unos años exaltantes, los puntos negros, la grisura policial y social, las caídas y las bajas, la llegada de la mentira –la cocaína-, los letales pinchazos de la heroína, la postrera irrupción del sida y la irrupción del dinero “como medida de todas las cosas”.
Pero termina siendo amarga, sobre todo, porque, atendiendo a sus sujetos esenciales –el tiempo, las ciudades y una generación-, habla de la extinción y del derrumbe. El vibrante tiempo aquel estaba –como cualquier tiempo- destinado a pasar, a quedar atrás, a terminar proporcionando la ácida sensación de que la vida dejaba de ser lo que se vivía y, muy en especial, lo que quedaba por delante con tantas promesas y deseos. Y las ciudades y aquella generación, bajo pautas que irrumpieron con la traición a unos ideales y a unas perspectivas, dejaron de ser lo que eran y mutaron en algo peor. De modo que cabe preguntarse: ¿vivimos en verdad aquello o fue sólo un sueño? De ahí que Llop diga al final que Reyes de Alejandría es una novela. O, ya que cita el libro de Arthur Schnitzler, un relato soñado. ¿Un tiempo soñado?
Hay en este libro muchas líneas, párrafos y páginas que hablan del gozo y procuran gozo, pero elijo un fragmento donde se explica el fracaso, la pérdida y la lamentable metamorfosis que sobrevino: “Los artistas se hicieron mercaderes y siervos de los nuevos ricos, que los sentaban a su mesa como adquirían un jarrón chino. El poder, por pequeño que fuera –y todos eran poderes pequeños y a todos se miraba como si fueran faraónicos-, se convirtió en un imán. Y el olvido en un ansiolítico. La coherencia era un estorbo, la deslealtad, una costumbre. La vida empezaba cada día, como si el día de ayer no existiera. Sin pasado se vivía mejor. Un presente continuo. No había que mirar nunca atrás. Allí sólo vivían los muertos y los que se habían quedado a la intemperie, como sombras tocando el sitar en la terraza de un café”.