John Steinbeck (1902-1968) nació en la capital del californiano y agrícola valle de Salinas, en el que ambientó total o parcialmente varios de sus relatos. Es el caso, por ejemplo, de las novelas Tortilla Flat (1935) y De ratones y hombres (1937) y del libro de cuentos El poni rojo (1933), escritos, más o menos, en la misma época, su primera etapa, en la que dio a la imprenta Los crisantemos, una obra maestra de la narrativa breve.
Los crisantemos apareció en la revista Harper´s Bazaar en 1937 y, al año siguiente, formó parte de la colección de cuentos titulada The Long Valley. Nórdica acaba de publicar Los crisantemos, con traducción de José Manuel Álvarez Flórez y muy sugestivas ilustraciones de Carmen Bueno.
La acción transcurre también en el valle de Salinas, en una granja dedicada al cultivo y al ganado. Mientras Henry se ocupa de las tareas más fuertes y de los negocios de la granja, su esposa Elisa, protagonista del relato, se afana en cuidar su jardín y, especialmente, sus hermosos crisantemos, tareas secundarias, en efecto, en la marcha de la granja, que reciben de su marido las justas palabras de elogio y el implícito reproche de que ojalá ella pusiera sus habilidades al servicio de las manzanas del huerto.
Henry ha vendido treinta novillos y, para celebrarlo, propone a Elisa salir a cenar y a ver una película en la ciudad, una ocasional iniciativa de un marido obsequioso con esa esposa siempre enfrascada en sus pequeños asuntos.
No se puede ir más lejos aquí, en el resumen del cuento, salvo para decir que, mientras Henry realiza una gestión previa a la salida del matrimonio a la ciudad, Elisa se ve sorprendida por la llegada a la granja de un buhonero que, con su carromato y su perro, vagabundea por los caminos y se gana la vida arreglando herramientas y utensilios. Elisa, en contacto con ese hombre, va a descubrir algo sobre sí misma y las posibilidades de una vida distinta de la que podría ser muy capaz. Pero hay que leer el relato para ver cómo se produce esa especie de epifanía y con qué desenlace.
Veamos de qué manera describe Steinbeck a Elisa en su primera aparición: “Tenía treinta y cinco años, el rostro enjuto y fuerte y los ojos claros como el agua. El atuendo de jardinera parecía ocultar y engrosar su figura: sombrero negro de hombre encasquetado casi hasta las cejas, zapatones, un vestido estampado que apenas se veía debajo del delantal de pana grande con cuatro bolsillos grandes para las tijeras, el desplantador y raspador, los esquejes y el cuchillo con que trabajaba. Se protegía las manos con gruesos guantes de cuero”.
He aquí, con un lenguaje rico y adecuado, un retrato casi fotográfico de Elisa, con la precisión y la plasticidad propias del realismo que practicó el futuro Nobel de Literatura. Todo el cuento se beneficia de la misma concreción y belleza a la hora de describir el paisaje y las acciones, pero la gran maestría de Steinbeck en Los crisantemos consiste en que ese realismo no tiene por finalidad principal reflejar el mundo exterior y los hechos tangibles. Al contrario, sirve, entre lo dicho y lo no dicho, como catalizador para adentrarse en lo sutil e intangible: el alma, el mundo interior de Elisa, los movimientos de su espíritu, acaso imbricados en una aspiración –no exclusiva de ella- a ser mujer y persona de otra manera.