Charing Cross es el nombre de una estación de tren, en el centro de Londres, y también de una calle vecina muy abundante en librerías de viejo. Este segundo aspecto alcanzó singular notoriedad cuando la escritora estadounidense Helene Hanff (1916-1977) publicó, en 1970, 84, Charing Cross Road, un libro sobre sus más de veinte años de correspondencia con Frank Doel, el vendedor de una librería situada en tal dirección, que la proveía por correo de libros, estableciéndose entre ambos, en la distancia, una estrecha y cabe decir que entrañable relación de amistad. El libro conoció el éxito en España, cuando lo editó Anagrama en 2006, y no fueron pocos los espectadores de una película y de una obra teatral que se difundieron a continuación.
No tengo ni idea de si Roald Dahl (1916-1990) conoció la obra de Hanff, pero su relato El librero, publicado en 1986 en la revista Playboy, es, entre otras cosas, su contratipo sórdido. Y es que William Buggage, el coprotagonista de la narración de Dahl, tiene su librería de “libros raros” en el 27a de Charing Cross.
Nada de cultura, ni buena educación, ni amor a los libros. El señor Buggage es un delincuente, que, con su compinche y amante Muriel Tottle, se dedica a enriquecerse timando a las viudas. El procedimiento es el siguiente: rastrean en las esquelas de los periódicos el fallecimiento de individuos adinerados, mejor si son aristócratas, y envían a sus atribuladas viudas una factura por una sustanciosa cantidad de dinero, indicando que el finado había hecho una última e importante compra de libros en su establecimiento antes de palmarla. Las viudas, desconsoladas, apoquinan la pasta sin rechistar, y más cuando los desaprensivos libreros no dudan en señalar, si es preciso, la afición del muerto por los libros picantes, circunstancia desconocida, como es natural, por las entristecidas damas, que prefieren olvidar cuanto antes.
Después de La cata, que comenté aquí mismo, Nórdica publica El librero en el centenario del nacimiento de Roald Dahl, con traducción de Xesús Fraga e ilustraciones de Federico Delicado, que recrea a la perfección el mórbido feísmo del señor Buggage y de la señorita Tottle. No sólo Dahl, muy en su línea, se muestra indiferente a los sensibles valores habitualmente atribuidos a los libreros de lance, convertidos por él en maleantes, sino que dota a sus protagonistas de una fealdad y ordinariez físicas que no son sino metáforas de la viscosa suciedad de sus mentes.
Así, el señor Buggage es bajito, panzudo, calvo y seboso, mientras que la señorita Tottle es dentona, de rostro equino y tez sulfurosa, amén de bruscamente tetona. Ambos se entregan a tórpidos escarceos eróticos, en los que Dahl no insiste demasiado, pero que dan idea de una sexualidad pringosa y ordinariamente lasciva.
No es poca cosa este dosificado ingrediente sexual borrascoso, poco frecuente en la narrativa respetable asociada a los libros, pero es, desde luego, muy característico de la disposición de Dahl a indagar en los reversos, a adentrarse en las zonas de oscuridad.
Además, El librero muestra un crudo resentimiento de clase, pues Buggage y Tottle odian a los ricos y presuntamente finos, de manera que sus delictivos sablazos son también una forma de agresión y de venganza. Ellos se saben excluidos del club de la exquisitez y de las buenas maneras, y así se sienten cuando se alojan imprudentemente, para tomarse un respiro, en el exclusivo Hotel La Mamounia de Marrakech. Allí se comportan con la voracidad por el lujo propia de los nuevos ricos que han ascendido en la escala social.
Es ácida y amarga a la vez esta vertiente social del relato de Roald Dahl, que, sin hacer ascos a la casualidad, se irá encaminando hacia un desenlace brillante e inesperado que hace aterrizar la historia en el género policíaco.
Cuando Buggage y Tottle se solazan sin decoro ni medida en el distinguido hotel marroquí, Dahl hace unos apuntes sobre ese club –casta, clase- de ingleses ricos y finos: “Cualquiera de sus miembros, gracias a alguna sutil alquimia social, siempre reconocía a otro socio de un vistazo. Sí, se decían a sí mismos, es uno de los nuestros. El señor Buggage no era uno de los suyos. No pertenecía al club y nunca pertenecería. Era un arribista y eso, tuviese los millones que tuviese, lo convertía en alguien inaceptable. Además, era descaradamente vulgar, lo que también resultaba inaceptable. Los muy ricos podían ser tan vulgares como él, o incluso más, pero lo eran de una forma diferente”.
La observación no sólo vale para la estratificada sociedad inglesa, claro está, sino que tiene alcance universal. Corruptelas, negocios delictivos o chabacanas iniciativas empresariales han juntado en todas partes a los ricos de toda la vida –por casa, de buena familia- con nuevos ricos provenientes de muy abajo. Ésa es otra sorda lucha de clases muy visible –en España, por ejemplo- en las más coloridas páginas e imágenes de la actualidad. Retratar eso, como hace Roald Dahl, exige inclemencia y falta de compasión con unos y con otros.