[caption id="attachment_1150" width="560"] Victoria Abril en una escena de la serie de televisión Los jinetes del alba[/caption]
Días después de ver en el Teatro Valle-Inclán de Madrid El laberinto mágico, la extraordinaria adaptación teatral del ciclo de seis novelas de Max Aub (1903-1972), he leído Los jinetes del alba, de Jesús Fernández Santos (1926-1988), publicada en 1984 y ahora reeditada con todo merecimiento por Reino de Cordelia, y veo oportuno dejar aquí constancia rápida del enorme interés y la gran emoción que suscitan los grandes relatos sobre la Guerra Civil española.
Fernández Santos, hombre de cine y de novela, prematuramente desaparecido, fue encuadrado en la división narrativa de la Generación de los 50 (Martín Gaite, Aldecoa, García Hortelano, Matute y otros), que practicó en España con intención política, y en paralelo a sus contemporáneos italianos, el realismo social. Esa generación –de la que quedan en activo Juan Goytisolo, el casi epigonal Juan Marsé y el apóstata y mixto Rafael Sánchez Ferlosio- goza actualmente de consideración académica y crítica, pero los rumbos tomados de unos años a esta parte por la narrativa y las modas editoriales relacionadas no facilitan la relectura de sus obras ni su (re)conocimiento por las nuevas generaciones de lectores.
Y es una pena, pues basta leer hoy Los jinetes del alba –obra, ciertamente, casi póstuma de su autor y de su escuela- para disfrutar, como poco, y en lo estrictamente literario, de un prodigioso y aleccionador manejo del idioma, de un castellano que se goza, vinculado al oído, al habla de la gente, a la oralidad, al saber nombrar las cosas (muchas cosas), sin desdeñar (todo lo contrario) la belleza de la expresión, su música y su plasticidad, lejos de toda sequedad escuetamente fotográfica. Vale la pena.
Fernández Santos, que saltó a la palestra con Los bravos (1954), situó en el asturiano, montañoso y balneario pueblo de Las Caldas una historia que, entre los días de la revolución de octubre de 1934 y los inicios de la Guerra Civil, tiene como eje central los muy complicados amoríos de dos jóvenes, Martín y Marian, pero que ofrece un paisaje humano coral en el que se sustancian las diferencias de clase, los odios, las ideas, las miserias, las heridas, los sentimientos y resentimientos que amasaron la tragedia.
La novela tuvo una conocida y reconocida adaptación televisiva a cargo de Vicente Aranda, que sobreactuó –como recuerda el editor en su prólogo- sobre los aspectos eróticos del libro. Extramuros (1978), otra novela de Fernández Santos, ambientada en un convento castellano de monjas, en el siglo XVI, también fue adaptada –al cine, esta vez- por Miguel Picazo, con idéntico acento, sin que de ello –y de la condición de crítico de cine y director de su autor- deba deducirse, a mi juicio, el uso de una estrategia o de un dispositivo narrativos que, con mengua de lo literario, predispusiera a la pantalla como destino. Por lo demás, fue común a los escritores de la generación de Fernández Santos tanto la influencia del cine como el tránsito de sus obras a la pantalla. Piénsese, por ejemplo, en Ignacio Aldecoa, también y tan bien tratado en imágenes por Mario Camus.
A propósito del erotismo y su tratamiento literario, es interesante ver cómo la escritura de Fernández Santos –al igual que sucedía con la de otros miembros de su generación- puede alcanzar, lejos de lo más explícito y con la sombra de la vieja censura de por medio, una alta temperatura y una todavía mayor capacidad de duradera y turbadora sugerencia.
Martín satisface a su voluptuosa y añosa patrona, que le reclama con fruición en su lecho cada noche: “Martín hacía de tripas corazón y, empujando su puerta, la hallaba bajo el edredón, con la luz apagada. Aquella luz era su cómplice; borraba sus arrugas, pequeñas cicatrices quizás recuerdo de amores anteriores, grietas y manchas sobre su carne sonrosada. De su boca aún surgían las preguntas de siempre: “¿Eres feliz? ¿Te gusta?”, para después caer sobre su presa bebiendo hasta saciarse con brío parecido al de los potros que en el bosque buscaban la leche de la madre”.
Pero Martín ya ha iniciado amores, páginas atrás, con la joven Marian: “Habían salido con los postreros rayos de sol dorando la piel de Marian, invitando a ciegos combates en torno a sus pechos, sobre el pequeño bosque donde el amor hacía su nido. Ahora, según caminaban juntos los dos y a medida que aquel rojo tizón se escondía, más allá de los oscuros avellanos, los caballos se alzaban a ratos en un relámpago de amor que dejaba al macho exhausto y a la hembra indiferente. Martín los miraba de soslayo; Marian no decía palabra, ni siquiera sintiendo su boca cerca de su boca, sus labios y sus dientes en una vieja ceremonia de dolor y pasión. Tan solo torció el gesto en una mueca dolorosa”.
La pasión todavía encendida y libidinosa, imperativa, de la mujer madura. La timidez de la chica se supone que desvirgada. En ambas escenas llama la atención el recurso a la analogía o puesta en relación del sexo bronco con el comportamiento animal –el ávido potro y la leche de la madre, el apareamiento del caballo y la yegua-, algo que no se explica sólo por el contexto rural, sino por introducir una especie de violencia del instinto que no quedará tan lejana de la violencia de los odios y enfrentamientos. Eros y Tánatos juntos, una vez más, necesitándose, explicándose el uno al otro, complementándose y, quizás, compensándose también.