Hay libros, lo sabemos, que ofrecen una visión sombría y torturada de la existencia, libros que, consecuentemente, dan noticia clara del carácter sombrío y torturado de su autor. Incluso de su locura, muchas veces refrendada por los datos biográficos conocidos.

Pero la lectura de Mi vida en rojo Kubrick (Alpha Decay), primer libro de Simon Roy, un canadiense que enseña literatura en un colegio de Quebec, me ha producido desde el principio la muy desasosegante sensación de estar escuchando -digo escuchando en vez de leyendo- a un hombre que está trastornado, a tu lado, y que te está hablando en primera persona de su locura, por cuyas manifestaciones sientes un temor creciente, por supuesto, en la íntima soledad de la lectura. Una experiencia fuerte, incómoda.

El rojo del título alude al torrente de sangre que surge del ascensor del hotel Overlook en El resplandor (1980), la película de Stanley Kubrick libremente basada en la novela homónima de Stephen King. ¿Es el libro de Roy un ensayo sobre el filme? Sí y no. Roy se sumerge en la película, aporta datos e interpretaciones interesantes -algunas, ya conocidas- e indaga en la personalidad de Kubrick con jugosas observaciones, pero su libro es otra cosa. Es una confesión en carne viva que muestra una herida personal abierta y supurante, una obsesión enfermiza suscitada por una loca historia familiar, personal, y, eso sí, avivada un día, en la infancia de Roy, por la primera e incompleta visión de El resplandor.

El abuelo de Roy, un respetable médico alcoholizado, asesinó a martillazos a su abuela y luego se suicidó. Tenía dos hijas gemelas que quedaron terriblemente traumatizadas. Una, la tía de Roy, desapareció para siempre sin dejar rastro a los 14 años. La otra, la madre de Roy, sufrió depresiones toda su vida, intentó suicidarse varias veces y finalmente lo logró, ya anciana, muy poco antes de que el escritor abordara la tarea de escribir su libro. Roy confiesa su sentimiento de tener “una genealogía macabra” y todo su libro destila el miedo a que el asesinato y el suicidio puedan ser para él un destino personal fatal.

Después de ver a los diez u once años por primera vez El resplandor -y quedar muy tocado- y después de haberla visto unas 42 veces más -cifra emblemática del filme-, Roy, que no ha cumplido los cincuenta años, no ha hecho sino encontrar coincidencias, identificaciones y paralelismos entre la historia del escritor Jack Torrence (Jack Nicholson, en la película), que se vuelve loco e intenta matar a hachazos a su mujer y a su hijo en el cerrado y aislado hotel Overlook y la historia de su abuelo, su abuela y su madre, gemela, no lo olvidemos, como las gemelas Grady de la película -las niñas de los vestidos azul celeste-, de las que el filme nos da la noticia -uno de los orígenes de la locura de Torrence- de que fueron asesinadas por su padre, un anterior vigilante del establecimiento, que también mató a su mujer y se suicidó.

Los fantasmas que tiene Roy en la cabeza, como se ve, no son pocos ni tranquilizadores. Intenta conjurarlos, pero cualquiera diría que en vano, pues también juega con ellos, juega con fuego, al introducirse él mismo en la película, y no debo decir aquí exactamente cómo.

Es un libro muy enfermo éste, así hay que decirlo, desde que Roy declara al principio que la frase que le causó un daño irreparable al ver la película de niño fue una tan aparentemente banal como “¿Te apetece un helado, Doc?” -que el cocinero del hotel dice al hijo de Torrence al comienzo- hasta los terribles improperios que el escritor dirige a su madre hacia el final, anticipando la posibilidad de que su hija intente algún día suicidarse.

Me han llamado la atención y aumentado mi inquietud dos detalles. Uno, Roy puso a su hija el nombre de Aurore, que era el nombre de su abuela asesinada. Dos, en ninguna línea del libro Roy menciona a su mujer. ¿Es viudo?, ¿está, con mucha mayor probabilidad, divorciado? He intentado averiguar este dato por Internet, pero no lo he conseguido.

Con una estructura muy bien hilvanada a base de capítulos breves bien escritos, Simon Roy intenta y consigue hacer vivir al lector una experiencia de angustia y terror semejante a la que la película de Stanley Kubrick proporciona. Los cinéfilos disfrutarán del libro, pero cabe también la posibilidad de que a los más conocedores les sepa a poco y que tanto los menos como los más expertos en el filme sientan desagrado ante la virulencia real de las cavilaciones de Simon Roy y ante lo sustancial de su obra: el intento de esclarecimiento de su drama familiar y personal y el horrible y conmovedor balance de las relaciones de amor-odio con su madre.

Es en este aspecto –el auténtico tema del libro- donde Mi vida en rojo Kubrick alcanza su máxima relevancia y su máxima verdad. Siempre en el límite de lo soportable, Simon Roy escribe unas tremendas páginas sobre su madre y él, sobre las circunstancias -generadoras de culpa- que rodearon el suicidio materno y, sobre todo, acerca de las horas y días que el escritor pasó junto a la cama de su madre agonizante en el hospital.

Y Roy, que no evita -al contrario- desestabilizar a sus lectores, nos manda recados. Escribe: “La mayor parte de los relatos de terror nos enseña una cosa: más que al psicópata, al asesino en serie o cualquier desecho de nuestra desequilibrada sociedad, a quien hay que temer es al vecino, al hombre o a la mujer que se sienta en la mesa de al lado en el bar del barrio, al escritor fracasado, al apacible médico del pueblo. A uno mismo. Ése es el triste balance de lo que ocultamos dentro de nosotros. Somos nosotros los lobos feroces de los cuentos que oíamos de pequeños”.

Bien. Ojo a la palabra “desecho” como expresión del temple y del ánimo de Roy. La primera parte de su afirmación coincide con la evidencia sociológica -tantas veces comprobada en los reportajes televisivos- de que el autor de uno o varios crímenes era, a juicio de sus vecinos, un tipo de apariencia normal y amable. Nadie en el barrio le creía capaz de tal locura. “Escritor fracasado”, ¿él? ¿Por qué poner un ejemplo tan minoritario? “Apacible médico del pueblo”: sabemos que su abuelo. Pero Roy quiere ir más lejos, contagiarnos su miedo al estilo de “tú crees que el loco soy yo, pero fíjate en ti mismo”. Tenemos que tener, dice, temor de nosotros mismos, cada uno de nosotros es el lobo feroz del cuento. Se admiten opiniones.