Para quienes no tuvimos la oportunidad de leer Un incendio invisible (Premio Málaga 2011) en su momento, es un regalo poder leer ahora la nueva edición corregida de la novela de Sara Mesa (Madrid, 1976) que ha publicado Anagrama.
Regalo, sí, por el placer dolorido que nos proporciona su lectura, y regalo porque nos aporta claves, indicios y fundamentos de la mirada, el estilo y el programa literarios de la autora, como ella misma reconoce en su nota introductoria. Como lector entusiasta de Mala letra (2016), podría volver a recoger ahora lo esencial de los comentarios que hice aquí a propósito de los once relatos de Mesa.
Estamos en Vado, una ciudad en pavorosa decadencia que se está yendo al garete, abandonada por sus habitantes. Y a la residencia de ancianos New Life llega un nuevo director, el doctor Tejada, con la maleta de un oscuro pasado. En un desolado paisaje urbano periférico, la residencia será el escenario principal de una acción que parece abocada a un estallido apocalíptico, bíblico.
Estamos en el presente, en un presente de crisis económica y moral reconocible, pero Mesa lo describe, en el límite de lo verosímil, como si se tratara de un futuro distópico. Eso supone la afirmación de un punto de vista, de un veredicto: ese futuro distópico ya ha llegado, ya está aquí. Ni hay esperanza ni hay que esperar muchos más acontecimientos para convencerse de que estamos ya en un mundo en ruinas materiales y morales, que ha llegado el hundimiento, el paisaje físico y espiritual de lo roto, lo abandonado, lo desechado, lo sucio, lo saqueado, lo inmundo. Un mundo inmundo.
Que el escenario principal de la acción sea una depauperada residencia de ancianos relegados, sin medios ni personal adecuados para una correcta prestación de sus servicios, es una apelación directa a reconocer todas las miserias de nuestro presente, así vayan envueltas en una atmósfera que parecería más propia del mañana. De igual modo, y en coherencia con lo anterior, Sara Mesa resuelve muy bien la tensión entre una escritura plenamente realista y los aromas y climas que serían propios de la ficción imaginativa –que diría Ursula K. Le Guin-, de la imaginación fantástica.
En una novela en la que pueden percibirse referentes de la fotografía y del cine norteamericanos –y que podría muy bien sobrellevar el intento de ser llevada a la pantalla-, la escritura de Mesa, tan minuciosamente plástica como minuciosamente psicológica, reivindica en cada línea su estricto cariz literario.
Trazos contundentes, inclementes o implacables –la anciana Clueca, tal vez escapada de La casa de Bernarda Alba-, sin miedo al hedor y a lo repugnante, conviven con personajes de dramática ternura, sobre una repisa poética magullada, como la niña y el galgo famélico.
Leemos, al poco de la llegada del doctor Tejada a la residencia: “Balanceó el brazo blandamente mientras miraba los pasillos alicatados, con sus filas de habitaciones entreabiertas que dejaban ver rendijas de camas, piernas flacas, calvas, pieles gastadas, camillas, cuñas. Dos viejos asomaron por las puertas sus cabezas desconfiadas; uno más avanzó por el fondo, agarrado a un soporte metálico con goteo. El silencio sólo era interrumpido por el rechinar de los carritos y las sillas de ruedas”.
Encontramos algo así en muchos momentos del libro, pero en estas líneas está la escritura literaria y la plasticidad visual al detalle, ambas, frases y planos largos y cortos, y el realismo y la sugerencia de lo fantástico, y un aire, una imaginería y un sonido que expresan una ética dañada.