[caption id="attachment_1398" width="560"] José Luis García-Pérez y Blanca Portillo en El cartógrafo[/caption]
El cartógrafo, escrita y dirigida por Juan Mayorga (Madrid, 1965) -es la tercera obra propia que dirige-, continúa su gira por España, interpretada por Blanca Portillo y José Luis García-Pérez, después de haberse representado en la sala Fernando Arrabal de Matadero.
La uÑa RoTa, que ha publicado otras piezas de Mayorga -notoriamente, su Teatro 1989-2014-, ha editado El cartógrafo, que no pude ver sobre la escena. Alguna vez he comentado mis buenas experiencias con la literatura dramática, lo mucho que me gusta -aunque no lo hago tanto como debería- leer en libro los textos teatrales. Esa satisfacción se ha vuelto a repetir leyendo El cartógrafo, sucesión de cuadros o escenas breves, entre el pasado y el presente, despojadas de cualquier indicación sobre los escenarios y decorados de la acción y sobre el vestuario y movimientos de los actores.
Esa desnudez, que circunscribe el texto a los meros diálogos, lejos de significar un inconveniente o una limitación, potencia la lectura -como, probablemente, antes ha potenciado la escritura- al incentivar, aunque parezca contradictorio, tanto la concentración como la imaginación del lector, que, de algún modo, se convierte en co-creador, en director de la puesta en escena que se lleva a cabo en su mente.
Varsovia. Los acontecimientos se suceden en dos tiempos: en el hoy de una pareja de españoles, vinculados a la embajada de nuestro país en Polonia, y en el ayer de otra pareja, la formada por un anciano cartógrafo y una niña, su nieta, ambos judíos, durante la ocupación por los nazis de la ciudad. Hay más personajes, pero éstos son los esenciales. Blanca, la mujer del diplomático, descubre en una sinagoga una exposición de fotografías con gente, casas y calles del gueto judío en tiempos de la invasión alemana, y su idea de localizarlas en el mapa turístico que lleva, va a conectarla con el anciano y la niña que, en su día, quisieron dejar testimonio de su trágica experiencia.
Como señala Alberto Sucasas en su epilogal estudio de la obra, ni el Holocausto, con todos sus dolores e ignominias -del gueto salían los trenes de la muerte y el gueto era el escenario de muchas vilezas-, ni los mapas son nuevos en la obra dramática de Mayorga. ¿Qué queda de aquel espacio y tiempo de dolor en este espacio y en este tiempo? Queda muy poco, física y materialmente, pero queda y quedará la memoria siempre que se siga hablando de lo sucedido. Que se siga hablando como de algo que ni nos es ajeno, ni, como salta a la vista por no pocos acontecimientos, tiene visos, aunque parezca mentira, de ser irrepetible.
¿Qué reflejan los mapas?, ¿qué se pone y qué se omite en ellos?, ¿qué preguntas plantean y qué respuestas dan?, ¿qué falsedades y qué certezas propician?, ¿sirven por igual a perseguidores y a perseguidos, a opresores y a oprimidos?, ¿pelean los mapas entre sí?, ¿se puede representar el tiempo en los mapas?, ¿qué poder tiene el cartógrafo?, ¿es posible hacer mapas del sufrimiento y de la alegría?... Son sólo algunas de las preguntas que Mayorga propone.
El anciano dice a propósito de un mapa que no podrá terminar: “Este es un mapa fracasado. Me llevó años crear ese sistema de signos. El camino a la casa de mi abuelo, donde por primera vez vi un mapa. La casa de mi mejor amigo, la casa de la primera mujer que besé, el parque en que conocí a tu abuela, la cama en que murió, tumbas de hombres cuyos nombres nadie recuerda. Lugares en que fui amado, lugares en que me humillaron. Líneas de felicidad y de desdicha, de miedo y de esperanza. Mi anhelo era que, de un vistazo, cualquiera pudiese decir: “Conozco a este hombre”. Una imagen de mi vida, eso quería dibujar”.
Aquí está la prosa precisa y esencial de Juan Mayorga, doblemente creadora de una poética y de un friso de estímulos para el pensamiento. ¿Qué mapa haríamos nosotros de nuestras vidas? El anciano, en otro momento, dice a su nieta: “Sal a la calle y pregúntate qué debe ser recordado”.