[caption id="attachment_1420" width="560"] Eduardo Gil Bera[/caption]
Como quizá se haya percatado el lector, prefiero con mucho los libros breves a los muy extensos. Con las debidas excepciones, la experiencia me dice que la brevedad bien llevada culmina en obra redonda con mayor frecuencia que las narraciones de longitud desmesurada y, tantas veces, innecesaria. El novelista, ensayista, poeta y traductor Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957) ha redondeado, detalle a detalle, Atravesé las Bardenas (Acantilado), su última novela, logrando una feliz coincidencia entre el interés de lo que nos cuenta y el estilo desplegado para contarlo. Todo me hace pensar que Atravesé las Bardenas ha de ser considerado uno de los libros del año.
Gil Bera parte de hechos históricos, el plan del Instituto Nacional de Colonización de crear, a partir de 1954, seis o siete pueblos nuevos en el desierto de las Bardenas, concretamente en la zona navarra, próxima a Tudela, de la Bardena Norte, hoy cada vez más conocida gracias al cine y a la consiguiente atracción turística.
No tengo constancia -y eso nada importa- de que, según fabula Gil Bera, pudiera ser posible, en aquel momento, que un grupo de presos y de presas de la región -pertenecientes a “tribus” como los Incendiarios, los Rajatablas, los Churris o las Madrillas- fuera elegido, a cambio de la redención de sus penas, para abordar la tarea de construcción en medio de la nada de uno de aquellos pueblos, con la promesa añadida de que, si la labor llegaba a buen puerto sin incidencias, sus miembros obtuvieran, con casa y parcela, la condición de colonos.
El caso es que un tal Manuel Yaben, ingeniero al mando del Instituto Nacional de Colonización, confía a un preso de apenas veinte años, Torrentera, un chaval ignorante que arrastra una vida de lo más infortunada, el mando de una partida de reclusos para que en esa tierra de nadie -“de arcilla, cascajo, yeso y sal”- construya uno de esos pueblos bajo su paternalista dirección.
Los primeros lances de la novela nos pueden hacer pensar que Gil Bera ha elegido el realismo seco, incluso documental, para contar su historia. Pero muy pronto percibiremos que tanto el conjunto coral de los personajes implicados como los lugares por los que transcurren, así como el cariz de los episodios que protagonizan van situando la narración, dicho sea a falta de otra etiqueta, en el campo del realismo mágico.
Pero de un realismo mágico contenido, todavía sujeto al realismo esencial, aunque, eso sí, progresivamente espolvoreado por un humor al borde de la farsa -muy medido- y por una atmósfera de creciente irrealidad -sin perder pie- destinada a encarar el perfume de lo alegórico. Rehuyendo el exceso expresionista, no sería, creo yo, descabellado mentar al escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia como posible pariente, en esta ocasión, de Gil Bera.
En capítulos y párrafos breves, y con diálogos magníficamente cortados, de intenso sonido oral, y sazonados con las dosis justas de coloquialismos, Gil Bera -y aunque Torrentera no sea ni Ulises ni Jasón- se adentra en la narración de una aventura, de un viaje hacia un destino tan incierto como soñado.
El ingeniero Yaben, que patrocina y rige el rumbo del tropel de presos, empieza a mostrarse tan esquivo como lejano, y su imponente DKV azul brilla cada vez más alto y a mayor distancia. Torrentera necesita explicaciones, papeles, abastecimiento y directrices. Él y los suyos necesitan saber el punto exacto en el que han de levantar el pueblo e, ilusionados, quieren saber qué nombre tendrá.
Antes de que la nueva población, por soñada y pensada, adquiera trazas de ciudad utópica (de utopía, sin más), Yaben va tomando pinta de Yhavé y Torrentera va recordando a un Moisés desconcertado que sube a la montaña para pedir instrucciones o quejarse, en su literal travesía del desierto, a una deidad distante y silenciosa que parece haberse desentendido de la tierra prometida. No falta nada, entonces, para que el lector de Atravesé las Bardenas se malicie de que él también es Torrentera, de que todos tenemos algo de Torrentera, María Cardelina, Platón Jesús, Malaquías, Melodín y el fantástico conjunto de personajes de la novela.
¿Fantástico? Entiéndase como un elogio de curso corriente al formidable elenco de personajes y peripecias que pueblan el relato, que, alegorías o metáforas aparte, nunca pierde contacto, como ya dije, con el suelo -ahí radica el juego y el pulso de Gil Bera-, con la realidad de unos parias en una época y en un tiempo concretos. Con el realismo -otro realismo, si se quiere-, por volver al principio.
Platón Jesús, uno de los presos, que tiene por “tocayo” suyo a Jesucristo, se acuerda, en un momento de gran desánimo, de un hombre que conoció: “Tripica de Gato era hercúleo y enorme, llegó a Tudela como forzudo de un circo y se casó con una hortelana gritona. Se metió en un litigio de linderos y perdió en abogados todos sus ahorros. Intentó ahorcarse en el dintel de casa, que cedió; luego, en un aligustre de la calle, que se dobló. Su mujer, furiosa, le gritaba: “¡Al tren! ¡Échate al tren, desgraciau!”. Tripica de Gato dudó un momento, luego se puso al hombro su soga y salió hacia las Bardenas, caminó un día entero, llegó al pinar de la Negra, escogió un pino robusto y se ahorcó”.
Hay más personajes como Tripica de Gato y más episodios como el suyo, muy negros -valle-inclanescos o solanescos también, si se quiere-, en Atravesé las Bardenas, siempre sometidos por Gil Bera al control, a la dosis precisa, a la medida exacta dentro del gran cuadro, en el que las anchas pinceladas goyescas, como los párrafos de aliento largo, se combinan a la perfección con un ritmo vivo, casi puntillista. Como el dolor, con la ternura. Estupenda novela.