[caption id="attachment_1446" width="560"] Edith Olivier[/caption]
Hay secretos muy bien guardados. Creo que muy pocos lectores españoles -yo no, desde luego- conocían la existencia de la novelista inglesa Edith Olivier (1872-1948), ni de su magistral novela Querida niña (1927), la primera de las suyas, ahora editada por Periférica, con traducción de Ángeles de los Santos.
No soy de meterme en estos jardines, pero la ignorancia de una escritora tan destacable y de una obra tan sugerente, que responden a una sensibilidad reconocible como plenamente femenina -en su contexto histórico, digo, por lo menos-, hacen pensar que, en efecto, muchas -o bastantes- mujeres novelistas y poetas han sido empujadas a las zonas de sombra de la historia de la literatura, si bien cabe suponer que en su Inglaterra natal Edith Olivier por fuerza tiene que ser conocida y respetada.
Olivier fue una mujer de familia acomodada, que estudió en Oxford, lideró círculos de artistas e intelectuales, se dedicó a causas sociales y políticas, fue alcaldesa de su ciudad y era prima del actor y director Laurence Olivier. No respondió, ni mucho menos, a cierto arquetipo, precisamente británico, de mujer que escribe aislada, casi -o sin casi- en el anonimato, en la penumbra de un escenario ocupado por un padre, un marido o una familia.
Querida niña, su sorprendente y extraordinaria opera prima, escrita a los 55 años, es, lo repito, una obra mayor. Agatha Bodenham, soltera, que vive con empleados a su servicio, en una confortable casa campestre, se siente sola y mayor a sus 32 años, nada más perder a su madre, con la que ha vivido una vida retirada, sin apenas amistades ni comunicación con el exterior.
En ese momento crítico de dolor, soledad y sensación subjetiva de envejecimiento, recuerda que, siendo niña, ella también se inventó a una “amiga imaginaria” de su edad, Clarissa, con la que disfrutaba hablando, compartiendo juegos y confidencias, hasta que su severa institutriz de entonces se la arrebató al prohibirle hablar consigo misma: “Pero yo hablaba de verdad con Clarissa, de cosas sobre las que yo quería hablar. Yo sabía que ella me entendía”, dice Agatha.
La creación de un amigo imaginario en la niñez -aparte de ser relativamente frecuente en la vida corriente- se convierte para su creador en un ser tan real como las personas que lo rodean y es un tema clásico de la literatura y del cine, que da lugar a la aparición de un “alter ego” -bueno o malo- o a un desdoblamiento -el tema del doble-, a un deslizamiento por los vértigos de la fantasía y del onirismo que, sobre la presunción de una patología esquizoide, desemboca, por lo general, en turbulencias imaginativas, terroríficas y criminales.
Eso es lo que piensa el lector que sucederá cuando Agatha, tan herida, convoca de nuevo a Clarissa y reinicia con ella sus juegos y conversaciones de la infancia. Aunque, en algún momento, Querida niña se adentra en territorio gótico -algún episodio, alguna imagen-, Edith Olivier no desenvuelve su relato en un escenario fantástico, sino en una cotidianidad rural y burguesa que, en principio, cae del lado de un realismo psicológico que habría de derivar en lo onírico, en lo surreal.
Edith Olivier -y abrevio- conduce su historia con mano firme y maestra, manejando los pasos y los tiempos para que el lector entre de lleno en su propuesta, no la interpele desde el punto de vista de la verosimilitud y vaya aceptando la existencia “real” de Clarissa, tanto cuando sólo Agatha la ve como cuando -difícil y bien resuelto tránsito- Clarissa ya es vista por sirvientes, amigos y vecinos con los que se irá relacionando. La novela está narrada en tercera persona, pero el lector puede aceptar que esas relaciones con otros son fruto de la cada vez más osada -¿y más enferma?- imaginación de Agatha. O de su escisión.
Lo que aquí interesa subrayar, creo, es que, amén de lances que dan suspense, interés e incertidumbre a la narración, siempre en el filo de lo imposible, vamos comprendiendo que Clarissa -que mediante una elipsis temporal pasa de tener 11 a 17 años, lo que significa que lleva conviviendo ya seis con Agatha- es una proyección de lo que Agatha es o ha sido, de lo que ha querido y quiere ser, de lo que ha deseado y temido o de lo que desea y teme: la amistad, la fraternidad, la maternidad, el amor, una vida más rica y abierta, un mayor y atractivo cuidado de sí misma, los placeres, el disfrute, las novedades de su tiempo, la apertura a los otros. A través de Clarissa vemos, en suma, la cara y la cruz de Agatha Bodenham, su complejidad interior y psicológica como prisionera de su biografía y de sí misma, mientras asistimos a una historia magníficamente contada e irresistible por sus recovecos, misterios e incógnitas.
Escribe Edith Olivier en un momento singular, excepcional en el libro: “La ventana abierta enmarcaba la figura de la señorita Bodenham, en camisón y con el pelo revuelto. La luz le daba de lleno en la cara. Parecía alguien que lo ha perdido todo y que contempla con frenesí el abismo en el que se ha hundido su esperanza”.
Estas líneas, que además sugieren una imagen cinematográfica -falta un candelabro-, corresponden a uno de los escasos momentos en los que, como dije antes, Olivier penetra con franqueza en una atmósfera gótica, si bien toda la novela está acechada -me parece una buena expresión- por un goticismo que, a la postre, la perfuma por completo.