[caption id="attachment_1506" width="560"] William Somerset Maugham[/caption]
Después de publicar Lluvia y otros cuentos, Atalanta prosigue su desacomplejada reivindicación de William Somerset Maugham (1874-1965) con la edición de los doce relatos reunidos en El impulso creativo y otros cuentos. Sabido es, y roza el tópico mencionarlo a estas alturas, que el éxito y la fortuna logrados entre públicos muy amplios por el prolífico autor de Servidumbre humana (1915), El velo pintado (1925) y El filo de la navaja (1944), unidos a las frecuentes adaptaciones de sus novelas y piezas teatrales al cine, colocaron a Somerset Maugham –como a Stefan Zweig, por cierto– en el purgatorio de los escritores de masas que no eran acreedores a la entrada directa en el cielo de los estilistas de inequívoca grandeza literaria. Parece que hoy esta condena ha sido levantada, aunque nunca hay que fiarse.
Lo cierto es que, como podrá comprobar el lector de estos relatos, la prosa de Somerset Maugham, de línea clara, fluye con soltura en tramas atractivas, cuajadas de descripciones brillantes y de observaciones agudas y a menudo punzantes que no dejan de producir una visión crítica, por no decir acerada, de la condición humana o, si se prefiere, de los individuos y clases sociales que la encarnan.
En esta colección, traducida por Jordi Fibla, en relatos como Las tres gordas de Antibes, Louise o La voz de la tórtola, se advierte un especial afilamiento a la hora de encarar la sátira de los personajes femeninos de clase alta, que le fueron muy cercanos al autor por su desahogada posición económica.
“La experiencia me ha enseñado que cuando un libro causa sensación es mejor esperar un año antes de leerlo. Entonces resulta asombrosa la cantidad de libros que no tienes por qué leer”. Esta plausible y ácida anotación, de permanente vigencia, está formulada por el narrador de La voz de la tórtola, escritor y poseedor –como el propio Somerset Maugham– de una mansión en La Riviera, por lo que, junto a otros detalles –un muy vago eco de homosexualidad–, podría reflejar el punto de vista de nuestro autor, que también aborda la creación literaria –de aquella manera, que diría un catalán– en El impulso creativo, el relato que cierra el volumen y le da título.
En La voz de la tórtola, un escritor ya consagrado conoce a un joven colega que ha tenido éxito con su primera novela y muestra hacia él toda clase de reticencias. No obstante, decide invitarlo a su casa de La Riviera con el fin de que, mientras consigue un nuevo alojamiento, pueda aislarse para trabajar en su siguiente obra. Al saber que el muchacho proyecta escribir una historia de amor romántico al estilo de Ouida –novelista británica del XIX que cultivó el género–, el apasionado romance entre un joven escritor y una “prima donna”, el narrador no duda en presentarle a La Falterona, una muy relevante cantante de ópera, amiga y vecina suya, con el fin de que el principiante obtenga documentación de primera mano.
La voz de la tórtola me ha parecido interesante no sólo por contener reminiscencias autobiográficas y opiniones personales del autor, sino porque Somerset Maugham hace un bonito y ocurrente juego literario. El narrador se va olvidando de su amigo y de su planeada novela y, mediante una transferencia del punto de vista, es él quien acaba consumando un prolijo y jugoso retrato de la “diva”, otro perfil de mujer –“ella era odiosa, desde luego, pero también irresistible”– escrito con indisimulable y zumbona misoginia, muy lejana del cautivo entusiasmo que –según se nos informa– el novato novelista sentirá hacia la cantante.
En un momento anterior, inicial, el narrador escribe sobre su incipiente amigo: “Me pareció un joven bastante detestable, pero eso no me importaba. Es muy natural que ciertos jóvenes inteligentes resulten bastante detestables. Son conscientes de tener unos dones que no saben cómo usar. Están exasperados con el mundo porque no reconoce su mérito. Tienen algo que dar, y ninguna mano se tiende para recibirlo. Están impacientes por alcanzar la fama a la que se creen con derecho. No, no tengo nada contra los jóvenes detestables; cuando son encantadores es cuando mantengo mi simpatía a buen recaudo”.
Dejando aparte la pertinencia del último comentario, Somerset Maugham –y aunque su observación psicosociológica pueda tener validez universal, o no– parece apuntar a las complicadas relaciones de rivalidad entre escritores establecidos y escritores emergentes, a guerras generacionales de poder que, según crecientes síntomas, hoy tienen alguna actualidad en España, sin ir más lejos.