[caption id="attachment_1558" width="560"] Leonard Michaels[/caption]
Tanto darle vueltas a la moda de la autoficción cuando no es ninguna moda. De sobra sabemos que la autoficción -novelización de la propia experiencia- tiene años, si no siglos, de antigüedad, aunque el concepto fuera fijado hace cuatro décadas.
El escritor judío y neoyorkino Leonard Michaels (1933-2005) noveliza en Sylvia (1992), editada por Libros del Asteroide con traducción de Carlos Manzano, sus catastróficas relaciones, a principios de los años 60, con Sylvia Bloch, la primera de sus tres esposas. Noveliza poco, ciertamente, según nos parece a los lectores, salvo por el hecho incontestable dar vuelo y tratamiento literario -lírico y descarnado- al infierno autodestructivo y vampírico de su convivencia, si se le puede llamar así, con Sylvia.
Además, y con imprevisible acierto y fuerza, Michaels incorpora a su relato estremecedores fragmentos de los diarios que escribió durante los cuatro años -creo recordar- que duró su historia de amor -lo es- con Sylvia, y esos fragmentos de diarios no sólo no estorban ni redundan, sino que dan ritmo, dramatismo y textura al relato global.
Leonard conoce a Sylvia cuando anda algo desnortado, tras haber estudiado sin culminar y en el comienzo de su vocación de escritor, y queda fascinado por su belleza asiática, su singularidad y su inteligencia. Pero desde muy pronto se ve que Sylvia es una bomba de relojería sin reloj. Él, sin embargo, ya está atrapado, dispuesto a comprender lo incomprensible, a hacer y a hacerse daño, a unir dolor y placer, a sentirse responsable sin responsabilidad y culpable con o sin culpa.
Pese a las cautelas que el escritor argentino Alan Pauls interpone en su prólogo, el lector piensa que Sylvia está loca -técnicamente loca, si tal cosa puede decirse- y que su locura va a más y sin remedio. Otra asunto es decidir si Leonard -de otra manera- también lo está o si, al menos, su religación persistente a Sylvia no será fruto de algún trastorno probablemente pasajero, si bien lo que procede dictaminar es que, con locura o sin ella, estamos ante otro caso más de amores tóxicos, con un fuerte contagio recíproco de virus infectantes e infecciosos, incapaces los amantes -como suele suceder en estos casos- de poner fin definitivo a su compartida patología.
Leonard y Sylvia, tan jóvenes, se entregan al sexo, las drogas –ella, más- y las largas conversaciones solos o con amigos -ella, cuando puede-, al tiempo que uno trata de escribir y el otro trata -y consigue de mala manera- de estudiar, mientras se apasionan por la música, los libros y el cine del momento.
Ese telón de fondo de una época, del modo de vivir y sentir de una generación -a España llegó tal cual algo más tarde- es uno de los grandes logros de Sylvia y será muy reconocible y reconocido por muchos lectores españoles.
El otro gran ingrediente, también de fondo -pero con nitidez de primer plano, si así pudiéramos decirlo-, es la ciudad, Nueva York, la recreación de la ciudad, que se palpa, se ve y se siente, un acierto pleno en sus cualidades atmosféricas y de detalle.
Todo apunta desde el principio a la tragedia, que se consuma cuando la infortunada Sylvia ingiere, con 24 años, cuarenta y siete pastillas de Seconal. Leonard, que ha tratado de poner tierra de por medio, está ahora junto a su cama -le ha llevado él- en el hospital. Y, casi treinta años después, recuerda lo que sentía, tal vez pensaba, en aquellos momentos: “Ella siempre había estado en lo cierto y yo siempre había estado equivocado. Yo la amaba. No podía vivir sin ella. Ella lo había demostrado y me había convencido. Ya no eran necesarias más pruebas, solo que abriera los ojos y viviese. Yo sería lo que ella quisiese. Haría lo que ella deseara y eso sería también lo que desearía yo. Se enteraría de que la amaba y siempre la había amado”.
No se puede explicar mejor, pese a o precisamente por las condiciones excepcionales y críticas del momento, lo que son los fundamentos de los amores tóxicos, la ilusión de grandeza y plenitud en la accidentada caída hacia el abismo.